La única España (II), por Álvaro Maortua Pico

Álvaro Maortua

Boletín Informativo FNFF Nº 43

5. Derrota y decadencia española: Wesfalia

España se hallaba muy agotada como consecuencia del esfuerzo sostenido durante el siglo y medio anterior. La civilización de América, las guerras y las pestes habían menguado considerablemente la población. La economía estaba exhausta y se iban extinguiendo las energías creadoras.

En mayo de 1635 Francia declaró la guerra al mundo hispánico con su intervención en la guerra de los Treinta Años. España lo consideró como una traición a la causa católica; para Francia fue una decisión política destinada a acabar con el exclusivismo español.

En 1643 los tercios españoles sufren su primera derrota militar en Rocroy. Otro desastre se produce en Lens en 1646 y con ello se llega a la paz de de Westfalia en 1648, en la que, con su pérdida de la hegemonía del mundo, España se ve obligada a admitir la realidad de un mundo nuevo.

Westfalia significa el triunfo del mundo protestante sobre el católico, de la concepción antropocéntrica sobre la teocéntrica, del racionalismo sobre el espiritualismo, de lo subjetivo sobre lo objetivo…

En Westfalia se instaura el triunfo del interés de la burguesía sobre la derrota del ascetismo exigente de una concepción cristiana de la vida. Cuando a la Europa del servicio sucede la Europa del interés y de la inicua razón de Estado, cuando a la Europa trascendida de San Benito que llamaba al trabajo «servitium sanctum», sucede la Europa de los Fugger o Maquiavelo, España derrotada en Wesfalia al ser derrotada la causa católica, se queda replegada en sí misma. España siguió abrazada a la Verdad.

La paz de Westfalia señala el cambio definitivo del destino de Occidente. El fin de la hegemonía española es el fin de la mayor plenitud y extensión alcanzada por la civilización cristiana en la historia universal, que fue en parte compensada por la evangelización española en América.

El siglo XVIII presencia el avance de la revolución atea con el enciclopedismo francés y la Ilustración que se mofa de Dios, el hombre y los valores superiores del espíritu. España fue despañolizada por los Borbones en su concepción de la política. Experimentó no obstante un nuevo auge económico y militar, extendiendo al máximo sus dominios de América como consecuencia de su ayuda a los yanquis en su guerra de la Independencia.

La invasión ideológica revolucionaria, procedente mayormente de Francia, comenzó a hacer sus estragos en España. Hubo algunos hombres valiosos que intentaron una «ilustración cristiana» en España, pero no hubo propiamente genios creadores en la España del siglo XVIII, aunque el pueblo, como juzga Menéndez Pelayo, siguió siendo español, es decir, adicto a la Verdad, sano y religioso como lo demostró heroicamente en la guerra de la Independencia contra los ejércitos de Napoleón.

La decadencia de aquella Europa cristiana comenzó por la terrible crisis provocada por el protestantismo. El ámbito protestante rechazó la realidad de una moral objetiva y viva a la que deben ajustar sus actos las personas y los pueblos. La aventura protestante sembró confusión, disgregación y un radical pesimismo por todo el centro y norte de Europa y en el ámbito anglosajón.

En lo sucesivo se inventó la «razón de Estado» para justificar los hechos nacionales más bárbaros y arbitrarios e incluso absolutamente inmorales. Inglaterra inventó la ocupación territorial como fuente de Derecho, y en filosofía sólo produjo escepticismo.

Francia gestó y realizó la revolución atea, liberal primero y marxista después como consecuencia lógica de su raíz falsa. Europa siguió así un lamentable proceso de trágica descomposición con la defección de parte considerable de sus «intelectuales». «Desde finales del Siglo XVIII este proceso se siguió lentamente, como a saltos, buscando cambios políticos y económicos pero tratando de conservar los demás valores de su patrimonio. Pero luego, cada vez con mayor velocidad, hasta hacerse vertiginoso, entró en el proceso revolucionario que todavía hoy vivimos» (Luis Suárez Fernández).

Muy otro fue el proceso histórico español y del mundo hispánico, no sólo y de modo evidente durante la Edad de Oro, sino durante mucho tiempo después de la derrota.

Por ello se puede hablar en rigor de dos modernidades: una católica y otra protestante y positivista; o también, de una modernidad hispánica y de otra centro europea, nórdica y anglosajona.

En su grandiosa Edad de Oro, España creó una vigorosa cultura cristiana de influencia universal, que es el monumento más rico y valioso de toda la cultura mundial moderna que conoce la historia. Esto sólo se explica por misterioso designio divino y porque la raza española ha demostrado la máxima categoría humana que se ha conocido en la historia.

«Fuimos a un tiempo rodela y maestra de Occidente. Evitemos hoy el bache depresivo: ese mirar fuera de España como si hubiésemos sido una comunidad histórica sólo capaz de heroico manejo de la espada. Sin esas batallas, porque fueron muchas, el Occidente no sería como es. Otros pueblos habrían debido librarlas o Europa habría sido piltrafa del Islam y no existiría esta nueva maravilla que es América. Pero hemos hecho mucho más que mantener a raya el islamismo del solar hispano primero y contra los turcos después. Hemos hecho mucho más que descubrir, civilizar y evangelizar América. Hicimos la gran cultura española y universal de la Modernidad. No reneguemos de nuestro ayer. Hemos hecho maravillas por obra de nuestro talante bimilenario…» (Sánchez Albornoz: «Mi testamento político»; Planeta 1984).

6. El nuevo resurgimiento español (1936-1975)

«El carácter esencialmente religioso y a la vez ideológico de la guerra de España, está contrastado por el alucinante interés que despertó en el mundo. Abrió el capítulo de la historia europea que narra la lucha entre la concepción cristiana de la vida y la barbarie marxista y positivista. Su actualidad, demostrada día a día por el sin número de artículos y libros que sobre ella se escriben, da fe del hecho de que ese enfrentamiento no está cerrado todavía. El mundo entero participó como beligerante en la contienda española del 36: unos con armas, otros con mediaciones diplomáticas y todos con su emoción apasionada. Aún hoy, si se quiere provocar una violenta discusión en cualquier parte del mundo, basta con suscitar el tema de la guerra española. La guerra planteaba virilmente los temas más agudos» España —escribieron en 1939 Brasillach y Bardiche—acaba de transformar en combate espiritual y material a la vez, en Cruzada verdadera, la larga y grave contradicción que se incuba en el mundo moderno. Por todo el planeta de los hombres sentían como guerra propia, como victorias propias y propias derrotas, el asedio del Alcázar de Toledo, las batallas de Teruel, Madrid, Guadalajara y Valencia. El coolie, chino, el peón de Belleuille, el voyou perdido en la niebla de Londres, el buscador de oro pobre y decepcionado, el ganadero húngaro, vibraban frente a algún nombre, mal transcrito, en cierto periódico desconocido. Bajo el humo gris de los obuses, con el cielo incendiado, las contradicciones ideológicas se resolvían en esa vieja tierra de los autos de fe y de los conquistadores, por el sufrimiento, la sangre y la muerte. España consagraba y confería carta definitiva de nobleza a la guerra de ideas.

«¿Por qué tuvo que ser España el escenario de un conflicto universal, en el que se debatía el valor y el sentido de la libertad, la crítica de los totalitarismos comunista, nazi y fascista, el egoísmo del capital, el respeto por la herencia espiritual de los mayores? Parece como si nuestra nación, crisol en la antigüedad de pueblos y razas, defensora después de la conciencia clásica en el orden de los valores, tuviera la misión histórica de poner el error de manifiesto» (Rodríguez Casado).

La guerra de España sigue hoy apasionando al mundo mucho más que las dos guerras mundiales.

La situación creada en España en 1936, exigía a todo hombre con honor tomar las armas en defensa de lo más sagrado del vivir humano. La epopeya española de 1936-39 constituyó lo único digno y grande que ha hecho la humanidad en el último siglo en el orden del espíritu.

De la legitimidad del Alzamiento Nacional de 1936 ya hemos hablado antes. El ordenamiento jurídico español creado con el Estado nacido el 18 de julio de 1936, es en una perspectiva de civilización cristiana; el de más alta calidad científica y el más noble que conoce el mundo en toda la Edad Contemporánea. Es el único intento hecho por la humanidad de rectificar el rumbo perdido por la civilización cristiana en la Edad Contemporánea.

«El hecho tiene en la historia de la sociedad Civil el relieve extraordinario que todo el mundo reconoce, amigos y enemigos, por el trance heroico y universalmente apasionante de sus orígenes y por la larga trayectoria, pacificadora, que desde entonces y por bastantes años vino marcando la vida de España.

«Pero el hecho es también un signo ya imborrable en la historia de la Iglesia contemporánea: por el empeño, singular en esta época, con que un hijo de la Iglesia ha tratado de proyectar en la vida pública su condición de cristiano y la ley de Dios proclamada por el Magisterio eclesiástico; y por las manifestaciones emitidas acerca de él por los Papas y obispos, que, si se atiende a su contenido y también a su unanimidad y persistencia, difícilmente se hallarán en relación con ninguna otra persona viviente en los últimos siglos» (Mons. José Guerra Campos: «Suplemento Iglesia-Mundo, n.° 80).

«En abril de 1939 estaban, de una parte, los países de tradición liberal y grandes imperios coloniales, en donde predominaban sistemas políticos y económicos de raíz positivista opuestos a la moral católica. De la otra, tres versiones de totalitarismo: el marxismo soviético, el fascista italiano y el nacional-socialismo alemán. Franco se permitió el lujo, siendo Jefe de Estado de una pequeña potencia, de no encuadrarse en ninguno. Mantuvo firme adhesión a la doctrina católica y negaba al Estado, al Parlamento y a los Partidos, el derecho a situarse por encima de unos principios que pertenecen al orden moral estatuido por Dios.

«Hemos de insistir mucho en esta afirmación: Franco nunca fue fascista. Sólo algunos autores con escaso conocimiento o excesiva obediencia a consignas, pueden seguir sosteniendo esa tesis. Fascismo y nacional-socialismo proceden de la misma fuente de donde naciera el marxismo, esto es, de Hegel, de quien tomaron el principio de la identidad entre la sociedad y el Estado. Franco no podía colocarse ni a la derecha ni a la izquierda hegeliana, porque era radicalmente cristiano» (Luis Suárez Fernández).

Es muy de destacar la grandeza de alma y singular valor de mantener un sistema de inspiración claramente católica, atenido en sus leyes a los principios morales guardados por la Iglesia, en todo un mundo rabiosamente hostil a esto.

El Régimen de Franco fue sanamente autoritario pero no dictatorial. La parcela de autoridad que Franco se reservó al coronar su magnífico orden institucional coincide exactamente con la que, de acuerdo con el Régimen, debía conservar el Rey para siempre.

Junto a la grandiosa labor jurídico-institucional, y sin duda como consecuencia práctica de ello, España realizó un esfuerzo espectacular en el orden económico, logrando alcanzar un progreso sin precedentes desde el tiempo de los Reyes Católicos.

Franco fue un militar extraordinariamente ejemplar. Su Hoja de Servicios no tiene igual en la historia de los ejércitos. Pero además de extraordinario militar y patriota, fue también un estadista genial. Franco fue siempre plenamente coherente con los principios de la moral católica, tanto en lo grande como en lo pequeño. Por eso fue el artífice de su propia gloria que tan pródigamente decoró su persona. Franco no entendía a Europa como una mera concurrencia de intereses económicos, sino como una civilización históricamente conformada por ciertos valores del espíritu: como el Papa Juan Pablo II.

Y la voluntad europeísta de España, no como entrar en un negocio, sino como el derecho a disfrutar de una herencia.

Contemplando atentamente y por entero la vida y obra de Franco, y teniendo a la vez presente la magnitud total del enemigo, resalta con perfiles más y más claros la grandeza de su alma.

«Como soldado había probado en la guerra su enorme valor. Pero no inferior es el que se exige para gobernar en las condiciones en que él tuvo que hacerlo. Hubo de mantener y ganar una guerra de 32 meses, partiendo de cero de un alza-miento fracasado, frente a una tremenda superioridad cuantitativa de sus adversarios. Se quedó solo frente al mundo entero que le proscribió, y montó conspiración tras conspiración para derribarlo. Afrontó situaciones económicas pavorosas; y amenazas interiores y exteriores de todo orden con un valor sobrehumano, con una energía psíquica incalculable y una personalidad propia de los elegidos. Jamás actuó para la galería, sino para “responder ante Dios y ante la Historia”. La justicia de Dios le habrá premiado. Y la Historia le colocará entre los grandes gobernantes que construyeron y levantaron la nación española» (Federico Silva Muñoz).

Es propio de los hombres de honor el honrar la memoria de los muertos que sirvieron con heroísmo a la Patria. Todo español con honor deberá honrar de por vida la excepcionalmente noble figura de Franco.

El testamento espiritual y político de Franco es uno de los documentos más bellos que conoce la historia: es una llamada permanente a la cordura y a la grandeza de alma de los españoles.

7. La única España

España es una prodigiosa armonía metafísica que está constituida en Dios. Esto es un hecho que tiene 1500 años de Historia. La presencia eficaz de Dios en nuestra historia, significa solamente que en ella no hay una sola página que no esté escrita en su santo Nombre. La historia de España está hecha por hombres al servicio de Dios. Y ese es nuestro orgullo y ese nuestro dolor.

Nuestro patriotismo español nunca fue sensual o de contacto, sino doctrinal y espiritual o metafísico. Por eso estuvo siempre limpio de las aberraciones racistas tan propias de los bárbaros del centro y norte de Europa y en particular de los anglosajones.

Hemos mencionado antes la España de la Modernidad, alguno de sus portentos que parecen legendarios y su maravillosa cultura de influencia universal. Veamos brevemente unos párrafos de Menéndez Pelayo: «Vimos, en primer lugar un pueblo de teólogos y de soldados, que echó sobre sus hombros la titánica empresa de salvar con el razonamiento y con la espada la Europa latina de la nueva invasión de bárbaros septentrionales, y una nueva y portentosa cruzada, no por seguir a ciegas las insaciadas ambiciones de un conquistador, como las hordas de Ciro, de Alejandro, de Napoleón; no por inicua razón de Estado, sino por todo eso que llaman idealismo y visiones los positivistas, por el dogma de la libertad humana y la responsabilidad moral. Por su Dios y por su tradición, fue a sembrar huesos de caballeros y mártires en las orillas del Albis, en las dunas de Flandes y en los escollos del mar de Inglaterra. ¡Sacrificio inútil —se dirá— empresa vana! Y no lo fue con todo eso, porque si los cincuenta primeros años del siglo XVI son de conquistas para la Reforma, los otros cincuenta, gracias a España, lo son de retroceso; y ello es que el Mediodía se salvó de la inundación y que el protestantismo no ha ganado desde entonces una pulgada de tierra, y hoy, en los mismos países donde nació, languidece y muere. Yo bien entiendo que es-tas cosas harán sonreír de lástima a los políticos y hacendistas, que, viéndonos pobres, abatidos y humillados a fines del siglo XVII, no encuentran palabras de bastante menosprecio para una nación que batallaba contra media Europa conjurada, y esto no por redondear su territorio ni por obtener una indemnización de guerra, sino por ideas de teología…, la cosa más inútil del mundo. ¡Cuánto mejor nos hubiera estado tejer lienzo y dejar que Lutero entrara o saliera donde bien le pareciese! Pero nuestros abuelos lo entendían de otro modo, y nunca se les ocurrió juzgar de las grandes empresas históricas por el éxito inmediato. Nunca, desde el tiempo de Judas Macabeo, hubo un pueblo que con tanta razón pudiera creerse el pueblo escogido para ser la espada y el brazo de Dios; y todo, hasta sus sueños de engrandecimiento y monarquía universal, lo referían y subordinaban a este objeto supremo: Fiet unum ovile, et unus pastos.

«En aquel duelo terrible entre Cristo y Belial, España bajó sola a la arena; y si al fin cayó desgranada y vencida por el número, no por el valor de sus émulos, menester fue que éstos vinieran en tropel y en cuadrilla a repartirse los despojos de la amazona del Mediodía, que así y todo quedó rendida y extenuada, pero no muerta, para levantarse más heroica que nunca cuando la revolución atea llamó a sus puertas y ardieron las benditas llamas de Zaragoza» («Historia de los Heterodoxos Españoles», IV, págs. 398- , 400)

España compensó en gran parte el desgarrón protestante de Europa alumbrando para la civilización cristiana más de veinte naciones en América.

Veamos cómo ve la Fiesta de la Raza el gran historiador argentino Ricardo Levene:

«La gloria de España en la Fiesta de la Raza tiene significado múltiple. Para unos, es el descubrimiento del Nuevo Mundo, porque si Colón no es español por su nacimiento, la inspiración científica y religiosa es de España, y sobre todo, el Descubrimiento comienza aquel 12 de octubre y continúa durante tres siglos con la exploración del contorno y la penetración en los territorios, merced a la acción de España.

«Para otros, la gloria es la dominación, es decir, la conquista dramática, desde México a Buenos Aires, en la que se evidenciaron las enérgicas cualidades del español del siglo XVI, su inteligencia, temeridad y valor.

«Con las nuevas investigaciones históricas reveladoras de que España ha acarreado una civilización al Nuevo Mundo, para muchos la Fiesta de la Raza entraña otro significado, se refiere primordialmente a Gobierno y Legislación, a las instituciones políticas creadas en América al igual de las de Castilla y León y a ese monumento que son las Leyes de Indias, que presentan a España como la depositaria de la gloria jurídica de Roma, superada por su propio genio con un concepto cristiano sobre la legislación social y económica.

«El Descubrimiento, la dominación y el gobierno de las Indias, todo eso significa en síntesis ese día de homenaje a España. Con ser enorme, no es todo sin embargo. Hay una historia eterna que continúa con la rotación de las generaciones. De España y su dominación en América una obra vale más que el descubrimiento, la guerra de extensión y el derecho indiano, y esa obra se concreta en esta tesis: España fundó en América sociedades que llevaban en su seno el germen inevitable de la futura emancipación. España ha creado naciones para la independencia y la libertad.

«Fue la Reina Isabel la autora de aquella Ley para las Indias, estableciendo, casi tres siglos antes de la Revolución Francesa, la igualdad de indios y españoles, y la legitimidad y necesidad del matrimonio entre ellos. Mujer española debía ser, es decir, expresión de virtudes pro-fundas que aquella reina ha encarnado simbólicamente para representar a la mujer española de todos los tiempos, por la fidelidad en el amor y el sentido heroico de la vida« (Las Indias no eran colonias).

Hemos mencionado algo de la de-cadencia española del siglo XVIII. Pues a pesar de las advenedizas, exóticas y fantasmales Cortes de Cádiz, absolutamente contrarias a sentir del pueblo español, España estuvo defendida hasta 1832 de la nueva concepción europea y positivista de la Vida. Sin embargo, y ello era inevitable, de alguna forma se infiltraron las ideologías falsas y ramplonas que habían sido el basamento conceptual sobre el que Europa construyó su nueva y engañosa grandeza. No es un español —es un francés, Bertrand— quien escribió el siguiente significativo texto: «Bajo la influencia extranjera, y en particular francesa, perdió el alma española su unidad moral y aún su unidad intelectual que en el reino del arte y en el del pensamiento habían creado obras sin par. Ideas exóticas la combaten, ideas que serán fermento de las próximas revoluciones, que conmoverán durante todo el siglo XIX y los tiempos actuales a la Península Ibérica».

Entonces surgió la idea de que toda la historia de España era la historia de una equivocación: la de haber aceptado como misión histórica el servicio de Dios. Y se creó una nueva historia en la que la interpretación de los hechos se alejaba de aquella verdad ontológica, para encontrar interpretaciones que justificasen a España sin Dios.

Se intentó llegar a la conclusión de que pudo haberse hecho una España que no tuviera parentesco con Santiago, ni con el Pilar, ni con los Concilios de Toledo, ni con la defensa a ultranza de nuestros tercios de los cánones de Trento en Nordlingen y en las siete Provincias. Por supuesto, en un plano puramente especulativo, en un mundo de imaginación y fantasía, cabría concebir una España sin Dios. Cabría también imaginar, como en Luisa Fernanda, al tonto del lugar que se creyó golondrina.

Pero así como el pueblo español demostró su gran reserva espiritual y heroica al derrotar a lo más florido de los ejércitos de la Francia revolucionaria al comienzo del pasado siglo —España tenía entonces once millones de habitantes y dejo en la guerra de la Independencia un millón de muertos—, de análoga manera, como ya hemos visto, demostró su no menor reserva espiritual y heroica en la epopeya de 1936 a 1939 y en los casi cuarenta años de nueva grandeza que la siguió.

Y es que la España utópica que nunca existió, aquella que para justificar su indemostrable existencia tuvo que falsificar la Historia, la España que pudiéramos llamar bastarda, jamás consiguió imponerse a la España auténtica, porque a pesar de sus momentáneos triunfos jamás la encontró suficientemente vencida.

Y tal es la única España, la única que el mundo conoce, para admirarla o para combatirla. Su gloriosa identidad nacional española es el servicio a la Fe católica, es decir, a la verdadera civilización, como nos lo ha recordado recientemente su Santidad el Papa Juan Pablo II. Y su hermoso nombre es España siempre.


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