La verdad del Valle de los Caídos, por Alberto Bárcena

 

 

Alberto Bárcena

Historiador y Profesor Universitario

Afán

 

 

Asombra comprobar hasta qué punto se ha deformado la realidad del Monumento a los Caídos levantado por Franco en el Valle del mismo nombre. Primeramente, la de su significado: en el decreto de 23 de agosto de 1957, su propio fundador deja muy claro ante la posteridad que se trata del monumento a “todos los caídos”; algo que venía avalado, según el mismo texto, por los lustros de convivencia pacífica entre españoles transcurridos desde el final de la guerra. Así se entendió entonces, dentro y fuera de España, sin excepciones; y así se siguió reconociendo hasta después de la muerte del que fuera Jefe del Estado; despedido, por cierto, con impresionantes manifestaciones de duelo multitudinario en Madrid, que no pueden borrarse ni de la memoria de los españoles ni tampoco de las hemerotecas.

 

La leyenda negra no ha dejado un solo aspecto de la construcción del monumento sin contaminar con la mentira. No solo el número de penados que allí trabajaron, sino también las condiciones, supuestamente infrahumanas, en que lo hicieron. Si se habla del sistema de la redención de penas por el trabajo, que los llevó al Valle, suele negarse su verdadera finalidad, para presentarla como algo innoble, una fachada que ocultase las supuestamente inconfesables intenciones del régimen de explotar, humillar, e incluso exterminar a los enemigos derrotados; añadiendo al sufrimiento la vejación de obligarles a levantar aquel mausoleo que supuestamente inmortalizaba su derrota. Nada más lejos del verdadero interés de quienes lo concibieron y pusieron en práctica: el propio Franco, el padre Pérez del Pulgar, y el general Cuervo: la idea era devolver lo antes posible a la sociedad a los presos que habían combatido en la guerra, o intervenido en la represión en la retaguardia republicana; como queda documentado en sus consejos de guerra; no se buscó la venganza, se les ofreció, por el contrario, la posibilidad de reducir sus condenas a la mitad primero, a la quinta parte después, de lo establecido por las sentencias de sus consejos de guerra. Porque, aunque el sistema, en principio, estaba pensado para los casos menos graves, enseguida se hizo extensivo incluso a los presos que tenían treinta años de cárcel por delante; procedentes de la conmutación de las penas de muerte en que habían incurrido antes: por entonces, las comisiones de revisión de sentencias, creadas al efecto, conmutaron más de 16.000 penas de muerte por la inferior en grado, y de ellos muchos acabaron acogiéndose al sistema. Lo que significa que elevaron una instancia al Patronato de Nuestra Señora de la Merced, solicitándolo; y lo hicieron, como reconocieron después los que fueron entrevistados, por constarles que sus condenas podían cumplirse en seis o siete años. Mientras cobraban un salario idéntico al de los libres que trabajaban en las mismas obras, como tuve ocasión de comprobar no solo por el examen de sus nóminas, sino también en el memorial del empresario Juan Banús, hermano de José, que dirigía una de las contratas principales. Y dicho documento está fechado en los primeros momentos de la implantación del sistema; los penados llevaban solamente unos meses en aquellas obras cuando se les equiparaba ya a los libres. Y no solamente en cuanto a jornales sino también en relación a los seguros e incentivos que cubrían o premiaban a los otros. Los horarios eran también los mismos: 8 horas diarias de lunes a sábado; la alimentación, idéntica. Las comunicaciones hechas al Jefe de abastos lo reflejan sin lugar a dudas. Por otra parte, muchos solicitaron instalar a sus familias en los poblados obreros, y allí las llevaron y mantuvieron durante años. Llama la atención, por otra parte, la impresión general de los penados de que sus peticiones serían atendidas por motivos humanos, sin ninguna discriminación: de lo contrario no hubieran pedido cambios de vivienda fundamentados en el deseo de vivir más cerca de sus parientes, o en acercar a sus hijos a la escuela que allí funcionaba; ni hubiesen pedido tampoco acoger a niños en sus casas para aligerar cargas familiares, o para mejorar la salud de los mismos; no hubieran llevado a nietos y sobrinos a esos poblados durante las vacaciones de verano. No hubiesen alegado nada de esto de no ser porque sabían que podían esperar una respuesta positiva de parte del Consejo de las Obras; algo que sucedía invariablemente: a mano, en lápiz rojo, puede leerse concedido con rarísimas excepciones.

 

Tampoco, cumplidas ya sus condenas, hubieran permanecido en el Valle realizando los mismos, o bien otros, trabajos siendo ya libres. Hasta el final de la construcción; prácticamente cuando todo estaba acabado. Y no tenía nada de raro que alargaran su estancia; no era un lugar de sufrimiento para ellos en absoluto. Podían solicitar viviendas de protección oficial en Madrid, que el propio Consejo de las Obras se ocupaba de facilitarles; podían esperar también que, al cesar la actividad, se les buscara un empleo en otro organismo de Patrimonio llegado el caso; como sucedió frecuentemente. Las actas de esos acuerdos se han conservado en buen número y en perfecto estado. Lo que reflejan las fuentes primarias es exactamente lo contrario de lo que la leyenda negra ha conseguido asentar sobre la verdadera historia del Valle de los Caídos, ocultándola, presentándola como un ejemplo de lo contrario a lo que allí sucedía. Interés por las necesidades de los penados y sus familias; ánimo constante de ayudarles en todo lo posible; determinación absoluta de olvidar por completo su pasado delictivo. Eso es lo que se desprende del examen de esa ingente cantidad de fuentes conservadas en el Archivo del Palacio Real de Madrid (Fondo “Valle de los Caídos”), que revisé durante años. Un ejemplo, en suma, de cómo debe aplicarse el perdón evangélico con el vencido; sin restricciones, ni reservas mentales.

 

 

 


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