Lo que España debe a Franco, por Gonzalo Fernández de la Mora

Gonzalo Fernández de la Mora

* Extracto de la conferencia pronunciada en la Fundación Nacional Francisco Franco

el 25 de noviembre de 1995, parcialmente publicado en VV.AA.:

El legado de Franco, Madrid, 2000, pp. 415-419.

 

 

De los muertos quedan en este planeta sus huesos y sus obras; las de Franco están principalmente asociadas a sus casi cuarenta arios como Jefe del Estado. El progreso de la especie humana no lo deciden las masas, sino las minorías egregias; pero sería un simplismo reducir un período de la historia, por ejemplo, el principado de Augusto, ala acción de una persona. Los grandes líderes políticos son desencadenantes y catalizadores de potencialidades sociales. La era de Franco no se explica sin él, pero tampoco sólo con él; su persona simboliza una trabada sucesión de realizaciones colectivas que están posibilitando afirmativamente nuestro futuro; eso es lo que queda.

En primer lugar, gracias ala victoria de un ejército capitaneado por Franco, España ha estado y permanece dentro del Occidente libré. Si en 1939 hubiera triunfado el modelo que propugnaban Negrín y sus consejeros soviéticos, aquellos que engalanaban la zona republicana con gigantescas efigies de Stalin, nuestra patria se encontraría en una situación análoga a la de Albania o quizá a la de Yugoslavia. De la era de Franco queda nada menos que la sostenida inserción de España en el área de la libertad.

En segundo lugar, Europa sufrió los horrores de la II Guerra Mundial, en la que perecieron generaciones enteras y fueron destruidas porciones inmensas de los patrimonios nacionales. Para mí resulta inexplicable que Franco, sólo armado de su gorro cuartelero y de prudencia política, pudiera detener en Hendaya a unas divisiones acorazadas que habían barrido en pocos días a los ejércitos aliados. Pero ese hecho extraordinario ha permitido que centenares de miles de compatriotas, que estábamos en edad militar, pudiéramos vivir para contribuir ala reconstrucción material y social, la del llamado “milagro económico español”. Y el suelo peninsular se libró del fuego que redujo a cenizas dilatadas extensiones del continente. También eso se mantiene.

En tercer lugar, la España contemporánea había padecido un aislamiento internacional que la dejó completamente abandonada frente a la agresión norteamericana en Cuba. Aquella angustiosa soledad desembocó en el desastre de 1898. Durante la era de Franco se rompió el secular aislamiento gracias a la alianza militar de 1953 con la máxima potencia planetaria, los Estados Unidos, alianza que continúa en vigor y que es el cimiento de toda nuestra acción diplomática. También eso sigue en pie.

En cuarto lugar, desde el Congreso de Viena y, sobre todo, desde la derrota de 1898, España fue marginada del concierto europeo y sometida a un agudo proceso de colonización política y económica que entregó a las cancillerías y a los capitales extranjeros una parte importante del destino nacional. Por primera vez en el siglo, España, internamente fortalecida, pudo exigir a la Europa transpirenaica un trato de para igual y, tras tenaces negociaciones, logró firmar con la Comunidad Económica Europea el Tratado Preferencial de 1970 que le otorgó una situación competitiva mucho más favorable que la que luego obtendría con la plena integración. En el Tratado de 1970 está el punto de arranque de un renacido europeísmo apenas sin costes y con saldo positivo. También eso, aunque deficientemente aprovechado después, permanece.

En quinto lugar, la España de 1936, a pesar del breve regeneracionismo de la dictablanda primorriverista, estaba a la cola de Europa occidental desde el punto de vista social y económico. Durante la era de Franco se alcanzaron dos de los logros más trascendentales de nuestra historia: la transformación de la mayor parte del proletariado en clases medias y la revolución industrial, infructuosamente intentada a lo largo dé una centuria. En 1975, España llegó a ser la novena potencia industrial del planeta, alcanzó una renta equivalente al 80 por 100 de la comunitaria y avanzaba a tal ritmo que estaba a punto de superar a Italia y al Reino Unido. En este aspecto se han perdido los veinte años transcurridos de la II Restauración, puesto que, a pesar del apogeo general de los años ochenta, nos hemos alejado de nuestros vecinos y apenas alcanzamos ahora el 78 por 100 del nivel europeo. La veloz convergencia de antaño está siendo sustituida por la divergencia. Pero las clases medias han continuado creciendo y dificultando otro enfrentamiento civil como los muchos que padecimos en el pasa-do (el más largo y cruento fue el de 1700-1715 para instaurar a la dinastía de Borbón frente a la de Austria). Y aunque sectores como el siderúrgico y el naval han sufrido desmantelamientos y hemos descendido dos decenas de puestos en el ranking mundial, todavía no somos una nación agrícola porque se mantiene en plena forma la industria turística creada duran-te la era de Franco. También queda todo eso.

En sexto lugar, la España rural de 1936 se convirtió durante la era de Franco en mayoritariamente urbana. Los rudimentarios caminos se trans-formaron en vías transitables (casi todas las autopistas existentes se iniciaron de entonces). Una nación que perdía sus escasos recursos hídricos, creó lagos interiores que duplicaban sus riberas marítimas, y en cuarenta años decuplicó el volumen del agua que se había embalsado durante los dos mil años anteriores, o sea, desde los tiempos de Julio César hasta los de Azaña. La mitad de la estructura urbana de España y la mayor parte de la hidráulica, incluidos el trasvase Tajo-Segura y los grandes regadíos, siguen posibilitando el desarrollo español.

En séptimo lugar, la descomposición de la II República y la Guerra Civil dejaron a España con su Estado y su ordenamiento jurídico en ruinas. Hubo que reconstruirlos. Con presión fiscal y endeudamiento mínimos, se rehizo la Hacienda pública y las reservas de divisas. Leyes y códigos, nuevos cuerpos como el de los Técnicos de la Administración o el de Economistas para atender a las necesidades del “Welfare State”. Entes públicos como la Seguridad Social, el Instituto Nacional de Industria, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, el Instituto de Cultura Hispánica, la Junta de Energía Nuclear, el Instituto Nacional de Emigración y tantos otros robustecieron el mecanismo estatal. Se nacionalizó el Banco de España, la Compañía Tele-fónica, la minería y los transportes. Finalmente, se devolvió el pasaporte y los bienes a la familia Borbón, y fue instaurada una monarquía hereditaria. Todo eso subsiste, aunque algunas instituciones hayan sido rebautizadas en una infantil maniobra de apropiación.

Quede para otra ocasión aludir a lo que se ha dilapidado o destruido, empezando por la moral pública. El contraste entre el ayer y el hoy resulta un panegírico del pasado. Es, pues, mucho lo que felizmente queda de una era que registra el más intenso proceso de modernización de España.

El revanchismo y el complejo de inferioridad llevan dos decenios tratando de entenebrecer uno de los períodos más fecundos de nuestra historia y de satanizar a Franco, su cabeza visible. A ese gobernante, uno de los más honestos y eficaces con que ha contado España, un presidente del Gobierno, en un gesto de insuperable impudicia, lo ha motejado de “Paco el ranas”, y un alcalde de Madrid, en un alarde de suma ruindad, tachó su nombre de una avenida de Madrid y de un hospital edificados durante la jefatura de quien fue Generalísimo. De grandes obras públicas se arrancan las placas inaugurales para convertirlas en hospicianas y hurtarles su partida de nacimiento. Se intenta borrar un período capital, lo que es una forma de tirar la casa por la ventana y de suicidio histórico.

Si de la España actual restáramos lo que queda de la era de Franco, caeríamos en el tercer mundo. Algo hemos retrocedido ya en esa dirección.


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