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Stanley G. Payne
El 14 de abril de 1931 fue un día de gran regocijo popular en Madrid, Barcelona y otras ciudades principales de España. La monarquía había de repente «dimitido», sin lucha, abandonada por los mismos monárquicos, atónitos y desorientados por la rápida subida del entusiasmo republicano. La República trajo consigo una gran ilusión. No la de «la democracia» exactamente, aunque esto se invocaba también, sino especialmente la promesa del progreso, regeneración y transformación total. La realidad fue muy diferente. Los republicanos no habían ganado las elecciones municipales del 12 de abril, únicamente obtuvieron mayor porcentaje de votos en las capitales de provincia, y no en todas, por una minoría de votos. Pero esto fue suficiente para paralizar a unos monárquicos totalmente intimidados, desorganizados y sin líderes, una situación aprovechada por el Comité Revolucionario republicano para llevar a cabo un «pronunciamiento civil». De inmediato ocuparon el Ministerio de Gobernación (Interior) sin resistencia e impusieron su nuevo régimen. Posteriormente, y tras unas «elecciones revolucionarias», de las cuales excluyeron a los monárquicos, lo que estos no habían hecho en las municipales anteriores, prepararon una nueva Constitución republicana que nunca fue sometida a una votación nacional, por entonces solo de varones.
El nuevo régimen fue dominado por los republicanos de izquierda anticlericales (la «izquierda burguesa») y los socialistas, quienes durante dos años se pusieron de acuerdo para realizar ciertas reformas: una política anticlerical, que separó la Iglesia del Estado, pero también limitaba los derechos civiles del clero y de los católicos, nuevas leyes sociales y obreras, un plan de obras públicas, una reforma del Ejército, un intento de reforma agraria y una autonomía amplia para Cataluña. El éxito de todo esto fue muy desigual. El nuevo sistema de autonomía para Cataluña no satisfizo a los catalanistas radicales, pero ofendió a muchos españoles; la reforma agraria estuvo muy mal diseñada y no complació a nadie; y la limitación de derechos católicos constituyó una bomba de relojería, en palabras de Alcalá Zamora, el primer presidente de la República, quien afirmó que parte de «una Constitución hecha para una guerra civil».
Para los socialistas, la República era inadecuada, y después de dos años se fueron deslizando progresivamente hacia la revolución violenta. El quebranto de la coalición original abrió la República a la democracia electoral por vez primera, permitiendo los plenos derechos civiles, que bajo ese periodo republicano estuvieron más sometidos que bajo la monarquía parlamentaria, y con su restauración tuvieron lugar las primeras elecciones completamente democráticas en la historia de España. Lo comicios de 1933 eran ganados por el centro y la derecha moderada. Fue una reacción democrática natural en contra de los excesos del primer bienio, una alternancia que suele ocurrir en cualquier régimen democrático que funcione normalmente.
Pero la reacción de las izquierdas, tanto de sus sectores moderados como de los revolucionarios, revelaron lo que muchos ya habían intuido antes: que su concepto de «República» no se basaba en el constitucionalismo y la democracia, sino en el patrimonialismo, en un régimen exclusivamente de las izquierdas, a pesar de las profundas divisiones entre estas y en la sociedad española en general. Los republicanos concebían la República no como un régimen constitucional, sino como un proceso revolucionario que tenía que rendir cada vez mayor poder a los revolucionarios. Así, el advenimiento aparentemente pacifico del régimen nuevo fue decepcionante, porque esto no era la preferencia original del Comité Revolucionario republicano, que había optado primero por el típico golpe militar decimonónico –en su caso, el levantamiento armado de diciembre de 1930. Éste fracasó totalmente, siendo reprimido de inmediato con un balance de más de veinte muertos. En el proceso a los sublevados se dictaron tres condenas de muerte en los cabecillas visibles, siendo ejecutados dos de ellos.
Esta dialéctica de revolución violenta seguida por elecciones parciales en 1930-31 fue empleada de nuevo tres años más tarde con la gran insurrección revolucionaria de la Alianza Obrera de los socialistas en octubre de 1934, que, tras su sangriento fracaso, prosiguió activándose en los dieciséis meses siguientes hasta las elecciones fraudulentas del Frente Popular en febrero de 1936, que iniciaron el proceso de descomposición final de la República. La preferencia de las izquierdas fue siempre la ruptura y no la democracia constitucional, una orientación que solo cambiaría después de Franco. En perspectiva histórica, las fuerzas republicanas de izquierda no representaron el progreso, sino una regresión. Representaron, no la apertura de un mundo nuevo de ley y democracia, sino la vuelta al mundo convulso de la España decimonónica, aunque en la generación de la revolución rusa tomaría una forma aún más destructiva con la izquierda moderada entregando eventualmente todo el poder a los revolucionarios violentos en julio de 1936. En la actualidad se puede decir lo mismo de los nuevos brotes del republicanismo español en el siglo XXI. No representan una nueva apertura a una libertad y un progreso estables, sino la regresión a un pasado fragmentado y convulso de confrontación y violencia.
La República y la Guerra Civil fueron la cima del proceso de ruptura iniciado en España por la revolución de 1917. La primera revolución fracasó en sus proyectos principales, pero consiguió romper la estabilidad de la monarquía parlamentaria que había presidido medio siglo de progreso continuado de reformismo político, con un crecimiento económico notable. Luego, la Segunda República no constituyó más que un breve episodio en casi seis décadas de fragmentación, revolución y dictadura, hasta la restauración de una monarquía parlamentaria y constitucional estable después de la muerte de Franco.
Pero en el siglo XXI la historia de la República –su verdadera historia– ha desaparecido en la práctica porque ya no se estudia la Historia en serio. Lo que se presenta no es la historia, sino «el mito de la República», que no es de los años de la República, sino de la propaganda republicana de la Guerra Civil. Y así se presenta oficial y oficiosamente la revolución española, violentísima durante la guerra, como la experiencia de una víctima entregada a «la resistencia democrática al fascismo». De todos los grandes mitos propagandísticos europeos del siglo XX es el único que ha sobrevivido y está siendo impulsado en el XXI, casi en los mismos términos propagandísticos de la Guerra Civil, con muy pocas modificaciones. Es lo que ha vuelto a imponerse noventa años después. Esto es así porque conviene a la nueva ideología radical de Occidente de nuestro tiempo, una inversión del cristianismo que reemplaza el concepto de sacrificio por el de victimismo. Los términos mitológicos convienen perfectamente, singularmente, bajo Zapatero y Sánchez con las nuevas legislaciones de la mal llamada «Memoria Histórica», que, huelga decir, nadie recuerda, pero que pretenden imponer por la fuerza coercitiva de la cárcel y/o grandes multas para aquellos que se atrevan a disentir en sus investigaciones, libros o enseñanza de la «verdad única».
La tendencia de las izquierdas españolas del siglo XXI al invocar la Segunda República como símbolo utópico de «libertad y democracia», representa no solo una profunda mitificación de la historia, sino también una demostración de su pobreza dialéctica y metafórica. Incapaces de dedicarse de un modo realista y creador a enfrentar los problemas del presente, invocan una versión puramente fantástica de la historia reciente. Se trata de la creación de una suerte de «realidad alternativa» que ignora la realidad de la historia y los verdaderos problemas actuales, mientras se pretende imponer estas versiones alucinantes como estructura arbitraria. Ni siquiera la dictadura de Franco procedió de igual manera, y en los últimos años, al contrario. El nuevo paraíso socialista que pretenden implantar las nuevas izquierdas revolucionarias será semejante al totalitarismo soviético o chino.