Memoria del 18 de julio de 1936

Stanley G. Payne
El Mundo 
 

Esta fecha es,
sin duda, la más siniestra de la historia contemporánea de España, mitificada
por unos y denostada por otros. Dada la persistente tergiversación de la
historia, dentro y fuera del país, es importante entender exactamente lo que
pasó aquel fatídico fin de semana en 1936. Una afirmación frecuente en los
manuales de historia reza aproximadamente: ‘El general Franco dirigió un golpe
de Estado fascista para derribar la República’. La única parte de esta frase
que es absolutamente certera es la referencia al rango militar de Franco. Fuera
de eso es esencialmente falsa. Los generales Mola y Sanjurjo dirigieron la
acción militar, no Franco, quien se comprometió firmemente con la revuelta sólo
cinco días antes. No fue concebido como un golpe de Estado, sino como una
insurrección general militar, porque se sabía que los insurrectos tendrían poca
fuerza en Madrid, y que un verdadero golpe de Estado sería imposible, pues
tendría que ser una insurrección militar mucho más amplia. Fue poco ‘fascista’
porque, esencialmente, fue una acción militar. Los únicos verdaderos fascistas
-Falange Española- desempeñaron un papel secundario. Y no fue una iniciativa
para derribar a la República, sino al Gobierno de Santiago Casares Quiroga,
permisivo y complaciente con el proceso revolucionario que se había iniciado el
16 de febrero. Inicialmente, todo se hizo en nombre de la República, que era la
única clase de sistema que podía unir a los españoles, aunque un poco más
tarde, ante la gran revolución que estalló en la zona izquierdista, esto cambió
drásticamente.

Otra falsedad es
la conclusión, ampliamente difundida, de que nadie deseaba una guerra civil.
Según esta versión, España sería el país de las maravillas en el que podía
surgir una devastadora guerra civil revolucionaria sin que nadie la deseara.
Sería más exacto decir que nadie deseaba una guerra civil que pudiera perder,
que es otra cosa. La conspiración militar fue un secreto a voces, pero el
Gobierno republicano no pensaba evitar una rebelión, sino que prefería
provocarla porque tenía plena confianza en su propio poder. Estimaba que el
Ejército español era un tigre de papel, calculaba que cualquier rebelión sería
muy débil -como la Sanjurjada de 1932-, y que sería fácil aplastarla con las
fuerzas leales, dejando el Gobierno en una situación mucho más fuerte. La
actitud de los movimientos revolucionarios, ya muy violentos, no fue tan
diferente. En sus declaraciones públicas y en sus publicaciones insistían en la
idea de que no pudiera haber una revolución sin guerra civil, que la ruta de la
revolución victoriosa pasaba directamente por ésta. Y los líderes de los
militares insurrectos sabían que, como poco, habría una miniguerra civil, una
lucha de un par de semanas, tal vez más. Hubo guerra civil porque fue deseada y
provocada por muchos, y también asentida por otros.

Otra patraña
frecuente es la explicación de que la causa fue la ‘resistencia a las reformas
republicanas’, y no la oposición al proceso revolucionario de 1936. Pero las
reformas republicanas habían tenido lugar en 1931-1933, y después no hubo
ninguna revuelta, sino las únicas elecciones democráticas en la historia del
país hasta la fecha, ganadas por el centro y la derecha. Con respecto a 1936,
en la medida en que había reformas dentro del proceso largo de violaciones
constantes de la ley, manipulaciones de las elecciones, destrucciones e
incendios de propiedades y de iglesias, violencia política frecuente,
ocupaciones ilegales de tierras y politización del sistema judicial, muchas de
las asociaciones de empresarios y terratenientes en España habían declarado
durante el mes de junio que las aceptaban en términos económicos. Pero pedían
como contrapartida que se pusiera fin a los desórdenes y violencias, aplicando
la ley como si se viviera dentro de un Estado de Derecho. Normalmente, el
Gobierno de Casares Quiroga no contestaba. Es decir, continuaba de modo
impertérrito.

Como alternativa
durante esas semanas, algunos personajes del centro y de la izquierda moderada
pidieron la formación de un gobierno nacional de emergencia para controlar
todos los excesos, gobernando un tiempo para restablecer la vigencia de la
constitución republicana. La respuesta de Manuel Azaña, presidente de la
República, y de Casares Quiroga fue siempre que no harían nada para romper la
unidad del Frente Popular, un conjunto de partidos republicanos de izquierda y
de movimientos revolucionarios. Esto es, que el Frente Popular era más
importante que el país. No es que no se viera el riesgo de desastre, sino que
era preferido por algunos y aceptado por otros. Durante algunas horas, entre el
viernes 17 y la tarde del domingo 19, la situación fue, sin embargo, muy
incierta. La conspiración militar había encontrado toda clase de dificultades,
y antes de finales de junio Mola calculaba que poco más del 15% de los
oficiales del ejército en activo estaban firmemente comprometidos con una
rebelión. El catalizador indispensable tuvo lugar la madrugada del 13 de julio
con el secuestro y asesinato del diputado Calvo Sotelo, líder de Renovación
Española y portavoz principal de la oposición, a manos de la policía
republicana y revolucionarios civiles del Partido Socialista. Para muchos, fue
la constatación final de que el proceso revolucionario dominaba las
instituciones sin remedio y que no quedaban alternativas. Entre los que
reaccionaron así fue el propio Franco. Los últimos detalles de la conspiración
quedaron, no obstante, inciertos y confusos, y el estallido de la rebelión se
precipitó en Melilla sobre las cinco de la tarde del viernes 17, mientras ningún
militar actuó ni en la Península ni en las islas. El Gobierno anunció que
dominaba la situación, y sólo después de 24 horas, durante la tarde del sábado
18, se vio que la rebelión se extendía a todo el Protectorado y a las Canarias
-bajo el mando de Francisco Franco-, y a ciertas partes importantes del sur del
país. El día decisivo fue el domingo 19. Antes de medianoche, Casares Quiroga
dimitió. Su Gobierno fue un fracaso total. Por primera vez desde el 16 de
febrero, Manuel Azaña se vio ante el precipicio a sus pies y dio un paso para
atrás. Nombró a Diego Martínez Barrio, el líder más moderado del Frente
Popular, para formar un gobierno izquierdista moderado de conciliación, con una
tendencia hacia el centro. Con ello consiguió disuadir a potenciales rebeldes
en Valencia y Málaga, y ofreció alguna concesión por teléfono a Mola, aunque
los detalles exactos son inciertos. Pero el intento de arreglar una componenda
llegó tarde. Unos días antes posiblemente hubiera tenido algún éxito, pero el
19 de julio fue rechazado por ambos lados. Mola, evidentemente, contestó al
nuevo presidente del Gobierno que los insurrectos se habían comprometido en
que, una vez iniciado el movimiento, nadie daría un paso atrás. Mientras, por
la mañana, los socialistas y comunistas, junto con algunos miembros del partido
de Azaña, se manifestaron en el centro de Madrid reclamando la caída inmediata
del Gobierno, lo que pronto consiguieron.

La última
iniciativa quedó en manos de Azaña, quien el día 19 todavía tenía tres
opciones. Una alternativa habría sido la de Alfonso XIII en 1931, abandonando
el poder, que desechó. Una segunda era la de continuar la política de Casares
Quiroga, empleando la mitad del ejército que no se había rebelado, junta con la
mayor parte de la Marina y la fuerza aérea, y de los cuerpos de seguridad
(Guardia de Asalto y Guardia Civil) -la mayor parte no se había rebelado- para
derrotar a los rebeldes y restaurar el orden. Pero ya no se fiaba de esta
política. Azaña escogió la tercera alternativa, la de armar a los
revolucionarios en masa, lo que tendría la consecuencia de autorizar una
revolución violenta en un lado y, en el otro, provocar mucho más apoyo a los
rebeldes en su contra. De esta forma, los movimientos revolucionarios se
encontraron con la contienda que anhelaban. Y el diseño de una guerra civil en
su máxima dimensión.


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