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Waldo de Mier
La Herencia Pág.17
Decía Américo Castro en su polémica obra «La realidad histórica de España», al hablar de los valores de cada «morada» o «vividura» de los pueblos, que éstos únicamente arraigan en los que están dispuestos a recibirlos; que esto se confirma al observar cómo dentro de un mismo país quedan aislados, o con escaso cultivo, ciertos fenómenos valiosos cuando son excepcionales o no se ajustan a los hábitos dominantes, como son, por ejemplo, en España, los inventos técnicos. En efecto, como el propio autor recuerda en otro lugar de su mismo libro, España fue uno de los primeros países del mundo —sin tener eso que ahora se llama «tradición industrial o técnica»— en adaptarse al uso del telégrafo, de la electricidad, de la máquina de escribir o de la pluma estilográfica. Más modernamente podríamos señalar ahora el furor español por la televisión y más aún por la televisión en color.
En cambio, España llegó tarde a la expansión del vapor. De lo que se llamó en su tiempo, en el XIX, la «vaporización». Las guerras carlistas retrasaron la expansión de los ferrocarriles en el Norte. Para colmo, el temor a que los «caminos de hierro» favorecieran una nueva invasión francesa, hizo que adaptásemos un ancho de vía diferente para dificultar el paso de convoyes ferroviarios extranjeros. La industria —especialmente la textil—, sin embargo, ya se había acoplado bastante a tiempo al vapor mecanizado —vaporizando—los telares. Pero, en fin, llegaron los ferrocarriles y, tras el de Mataró —primer ferrocarril metropolitano español, porque en realidad el primero que circuló sobre tierras hispanas fue en Cuba algo antes que el de Barcelona-Mataró—, todo fue un puro tender y tender caminos de hierro, eso sí, para el rico beneficio de los Rothschild y otros financieros franceses e ingleses, principalmente.
Pero si España llegó relativamente tarde a las máquinas ferroviarias de vapor, en cambio, no fue remisa a la hora de irse desprendiendo de ellas cuando la modernización de sus trenes lo exigió. Y así, en una ceremonia no exenta de cierta emoción científico-retrospectiva, por el entonces sucesor de Franco a título de Rey, en julio de 1975 se apagó el fuego de la que era ya la última locomotora de vapor y que seguía prestando sus servicios en el centro ferroviario de Vicálvaro. Y así, en un sencillísimo acto exento de vana pompa, muy propio de los logros y progresos de la España que nos ha legado Franco, se cerraba todo un capítulo de la dilatada historia de nuestros ferrocarriles.
Porque, en efecto, a partir de esa fecha —si bien ya venía haciéndose desde algunos años más atrás extraoficialmente— ya no hubo ni hay en ninguna estación de España locomotora de vapor alguna, puesto que todas cuantas tiran de nuestros convoyes —máquinas de los largos expresos, de los lujosos y rapidísimos «Talgo», los «TER» y aun los ya viejos «TAF», o de los prolongadísimos trenes de mercancías— son locomotoras propulsadas por otra clase de energía que la generada por el romántico e histórico vapor, hijas, nietas o bisnietas de la «Rocket» de Stephenson.
Ignoro el nombre de esta última máquina a vapor cuya caldera se apagó definitivamente en aquel día de julio correspondiente a nuestro último año de paz. En cambio, los libros me permiten recordar los nombres de las cuatro primeras que funcionaron en España y que se llamaban «Catalana», «Besós», «Barcelona» y «Mataró», construidas por la casa James Patts, de Warrington, en Inglaterra.
Eso sí. Un año después de la inauguración del ferrocarril Barcelona-Mataró, la compañía que explotaba aquella línea proyectó ampliar sus talleres para construir en ellos locomotoras y vagones, y de este modo, el 27 de febrero de 1853 se bendecía la primera locomotora a vapor construida en España, y que fue bautizada con el nombre de «Española». Ahí empezó ya la tradición de la industria ferroviaria netamente nacional.
Ahora bien, como todo hay que decirlo, la «Española» salida de los talleres barceloneses sólo había sido «montada» en nuestra Patria. Por el contrario, tras la creación de lo que habría de ser luego la gran empresa «La Maquinista Terrestre y Marítima», de Barcelona, en 1855, nació en 1884 la auténticamente primera locomotora totalmente construida y diseñada por ingenieros españoles. Con esta locomotora se arrastró el primer tranvía a vapor que circuló en Barcelona, haciendo el recorrido desde la ciudad al entonces lejano barrio de San Andrés. Y no mucho después, en Valencia, se fundó otra industria constructora de locomotoras a vapor.
Tras estas dos grandes plantas industriales ferroviarias de Barcelona y Valencia surgieron las de Vizcaya y Zaragoza. Entre todas ellas llegaron a producir centenares de máquinas de tracción y centenares de vagones, tanto de mercancías como de pasajeros. Uno de estos vagones —un primera mixto de coche cama— es el que describe, como dije páginas antes, Zamacois en sus «Memorias de un vagón de ferrocarril», donde también nos habla de otras locomotoras nacionales, como la «Tirones», la «Regadera», la «Caliente» y la «Sabrosa», de divertida historia cada una.
Más de ochocientas locomotoras de vapor se construyeron por la industria española en el período fecundo de la Dictadura del general Primo de Rivera, época en la que los ferrocarriles españoles conocieron, al igual que las carreteras y las primeras grandes obras hidráulicas, su gran expansión, puesto que llegaron a ponerse en servicio más de ochocientos kilómetros de nuevas líneas férreas en diferentes provincias.
Con la caída de la Dictadura, el auge de la construcción ferroviaria española se vio casi paralizada. Y cuando nuestra ex Guerra de Liberación (la que nos liberó del marxismo, separatismo, terrorismo, caos, crisis económica permanente, pluralidad de partidos políticos, parlamentarismo, etcétera), las pérdidas del parque ferroviario fueron catastróficas. Baste recordar que de las 3.146 máquinas de vapor existentes en España en julio de 1936, en los ferrocarriles de vía ancha, sólo quedaron útiles para el servicio 1.837 al terminarse la guerra. Ahí fue donde tuvo que hacerse el inmenso esfuerzo para tratar de recuperar lo destruido, que iba no sólo en cuanto al número de locomotoras, sino al estado de vías, puentes, estaciones, depósitos y un largo etcétera de destrucciones. Mas, el milagro se hizo, precisamente en los años en que el mundo se veía cercado por la guerra entre los aliados y las potencias del Eje. Carencia de materias primas, lentitud en la importación de piezas imposibles de construir en España, dificultades de todas clases, todo retrasó y demoró la gran puesta en marcha de nuestros ferrocarriles.
Pero no solamente se consiguieron reparar o construir nuevas locomotoras, sino que empezaron a llegar las nuevas unidades de tracción que iban sustituyendo a las de vapor. La electrificación, también increíble esfuerzo español del que se habrá de hablar en otro lugar, contribuyó al arrinconamiento de las ya cada vez más anticuadas y nada rentables máquinas o locomotoras a vapor. Y así, en los más difíciles años de la paz y del progreso de la «ominosa», pese al estúpido cerco diplomático y comercial de 1946 a 1950, entre las nuevas diésel y las eléctricas —construidas en su casi totalidad en España—, desde las famosas locomotoras modelo «1001» a las de maniobras, o las «Santa Fe», de montaña, todas las accionadas a vapor fueron yendo a parar una a una a los desguaces, a los museos, a los rincones ajardinados sirviendo de monumento.
Así, hasta esa última de Vicálvaro. Con esa locomotora ha muerto, no ya solamente todo un viejo mundo del ferrocarril español, sino también algo de la literatura, la poesía y hasta el teatro y la pintura que generó el mundo que fueron glosando y plasmando a lo largo de casi un siglo, desde Campoamor a Baroja, desde Darío de Regoyos a Méndez Bringas, desde Eduardo Zamacois a Walter Starkie o Eugenio Noel.
Pero sólo murió lo viejo, lo molesto, lo cansino, lo sucio del anticuado ferrocarril a vapor. La paz de Franco nos trajo los «Talgo» y los «TER», limpios y rápidos. Incluso a mi modo de ver, demasiado veloces, porque con ellos también se acabó una de las cosas más hermosas del antiguo viajar en tren: las fondas de estación que daban motivo para ir conociendo «in situ» la gastronomía regional española.