Fernando Paz
La Gaceta
Fue uno de los creadores de las JONS, embrión inicial del nacional-sindicalismo español, junto a Ramiro Ledesma. Frente al radicalismo modernista de este, Onésimo Redondo representó la tradición católica hispánica. Cuando, en 1934, las JONS se unieron a Falange Española, se convirtió en uno de los cuatro líderes del movimiento falangista. Como los otros tres, moriría en los inicios de la guerra civil.
El 24 de julio de 1936, seis días después de comenzado el Alzamiento, los frentes aún no estaban claramente delimitados. La fluidez de la situación hacía que los enfrentamientos adquiriesen el insospechado repente de la sorpresa. En algunas –muchas- regiones, nadie sabía con certeza quién dominaba apenas unos metros más allá, y el aspecto de los camiones que iban y venían cargados de combatientes en medio del ajetreo general no contribuía, precisamente, a aclarar las cosas.
Batido por un sol que caía a plomo en esos finales del mes de julio, el campo castellano en torno a Madrid era escenario de muy crudos combates. Castellano él mismo por los cuatro costados,
Onésimo Redondo recorría el terreno entre las provincias de su Valladolid natal y la de Ávila, en las que los falangistas se afanaban en la defensa frente a las milicias enemigas. Muchos de ellos habían estado encerrados con él en la cárcel de Valladolid hasta el día 18, apenas una semana antes, cuando fueron liberados por los militares.
La situación no era fácil para los sublevados que, en unidades improvisadas y mal armadas, hacían frente a los frentepopulistas. En aquellos días habían alcanzado la sierra de Guadarrama (“esos puertos del Guadarrama que se estremecen con el avance duro de los infantes y artilleros castellanos”) donde la lucha era encarnizada, particularmente en la posición del Alto del León, conocida desde entonces como “Alto de los Leones de Castilla” por la bravura con la que los falangistas la tomaron al asalto.
Hacia allí se dirigía Onésimo Redondo en automóvil la mañana del 24 de julio, procedente de Valladolid. Junto a sus acompañantes, tomó la carretera de Labajos. A la entrada del pueblo se toparon con un camión que transportaba un buen número de soldados entre los que predominaba la vestimenta de color azul y los banderines y pañuelos rojos y negros. Tomándolos por correligionarios de Falange, no pusieron mayor empeño en evitar, como es natural, ponerse a su alcance. Pero al llegar a su altura, uno de aquellos milicianos –en realidad el vehículo pertenecía a la columna del coronel Mangada, de ahí los colores anarquistas y el añil del mono proletario- saltó del camión y los encañonó, al tiempo que el coche detenía el motor.
Cuando se dieron cuenta de lo que sucedía, en completa inferioridad numérica y tomados por sorpresa, los ocupantes del automóvil trataron de rendirse. Pronto quedó claro, sin embargo, que los milicianos rojos no les iban a respetar la vida de ninguna forma. Completamente inermes, uno de los falangistas resultó alcanzado por la nutrida descarga procedente del camión, desplomándose al instante, mortalmente herido. Otros tres apenas pudieron escapar ilesos del fuego graneado que caía a su alrededor, mientras ponían tierra de por medio.
Sólo Onésimo quedó donde estaba. Pero aquél gesto no le valió de nada. De inmediato le hirieron -quizá sadismo, quizá simple incompetencia- en una rodilla. Inmovilizado de este modo, y una vez en el suelo, le remataron a placer.
Era el primero de los fundadores de Falange al que mataban. A Onésimo Redondo le seguirían, por este orden,
Julio Ruiz de Alda,
Ramiro Ledesma y
José Antonio. La Falange quedaba así descabezada, sin dirección, lo que se tradujo en una merma casi completa de la autonomía política de la organización. Pero eso, como diría Kipling, es otra historia.