Palabras de Gonzalo Fernández de la Mora en 1987

El día 27 de octubre de 1987, el Jurado designado para la selección de los trabajos literarios y obras a los que puedan ser otorgados los Premios de esta Fundación en 1987, integrado por D. José Utrera Molina, D. Manuel Jiménez Quílez, D. Francisco Labadíe Otermín y D. Francisco Lapiedra de Federico, examina diversos artículos y trabajos publicados durante el periodo comprendido entre el 20 de noviembre de 1986 y el día de la fecha mencionada, donde se decidió dar el Premio de la FNFF a la Revista “Razón Española”, teniendo como representante a D. Gonzalo Fernández de la Mora y Mon. Aquí sus palabras:

Gonzalo Fernández de la Mora y Mon

Boletín Informativo FNFF Nº 43

 

Querida Carmen, que llevas con decoro y con el honor el peso yo creo que de uno de los nombres más limpios y más brillantes de la historia de España.

Yo no debía hablar aquí esta noche porque en realidad, y perdónamelo Luis, pero los dos premios han sido para ti. Porque tú eres un miembro del consejo de redacción de «Razón Española» y eres uno de sus colaboradores más asiduos y más ilustres y yo creo que tus palabras son las palabras de agradecimiento de tu premio personal y del premio que colectivamente compartimos tú y yo. Y que en realidad es para más de un centenar de pensadores, de historiadores, de críticos, que a lo largo de los nueve volúmenes que ha lanzado ya a las prensas «Razón Española», y que superan las tres mil páginas, se han reunido para esforzadamente luchar, no por una ideología, ni por un credo, sino pura y simplemente por lo que creen que es la razón y básicamente por lo que creen que es la verdad. Hablabas hace un momento de la nostalgia. No creo que haya en los hombres de «Razón Española» nostalgia, hay otra cosa, yo creo que más importante, la voluntad, y en ciertos momentos casi el heroísmo, de dar testimonio, dar testimonio de lo que ha acontecido de verdad.

Y esto es importantísimo porque muchas veces los hechos no son lo que son en sí mismos, sino lo que de ellos se narra y lo que se cuenta. Yo me pregunto, querido y admirado Luis Suárez, qué habría sido de la gran gesta americana sin los cronistas de Indias. Qué habría sido de la gran gesta americana si en vez de los cronistas de Indias hubiéramos tenido sólo a los hombres de la «leyenda negra». Pues habría ocurrido pura y simplemente que prácticamente habría desaparecido del mapa de la historia y del mapa de la realidad una de las gestas de transculturización y de heroísmo más trascendentales de la historia de España y de la historia universal.

Pues bien, yo creo que el motor, el resorte, lo que mueve el impulso de los hombres de «Razón Española» es dar testimonio de los hechos reales de la historia y dar testimonio de la razón. Y es para todos nosotros un honor inmenso que esto haya sido reconocido por una institución como la que nos reúne aquí esta noche. A mí me parece que es el símbolo de la lealtad y el símbolo de la gratitud.

Y la lealtad es algo más que un sentimiento moral más o menos atractivo y quizás estéticamente atrayente; yo creo que la lealtad es la mayor prueba de respeto a uno mismo porque es mantenerse en lo que uno ha creído, no ser diferente, no avergonzarse de su propio pasado. Ser leal no es sólo un testimonio que se rinde a aquello hacia lo cual uno inspira la lealtad, es en un cierto modo honrarse a sí mismo y no sentirse avergonzado cuando, ligera o profundamente, uno al acostarse hace examen de conciencia. Yo creo que los hombres leales, en gran medida, satisfacen su propio sentido de la dignidad. Y la gratitud. Yo no creo que la gratitud sea un sentimiento humilde, ni un sentimiento modesto, ni un sentimiento… Niestzche decía que la gratitud era el sentimiento de los esclavos. Yo creo que la gratitud es la justicia del corazón. Y la justicia es, probablemente, la más noble de las virtudes sociales. Es la justicia que se hace no con la balanza sino que se hace con el fondo del alma, con el sentimiento, con el recuerdo y con todo lo que es uno. Pues bien, que esta institución que representa la lealtad y que re-presenta el sentido de la gratitud, haya tenido este gesto de reconocimiento para con «Razón Española», en nombre de todos los hombres que estamos detrás de esta publicación es un tributo y un reconocimiento que ciertamente nos toca en lo más profundo de nuestro espíritu.

El trofeo es un Víctor. Vosotros sabéis que el «Víctor» era aquello que se pintaba con sangre de toro en las paredes de la universidad o de la catedral salmantina cuando alguno de los estudiosos del siglo XVI, del XVII y aun del XVIII alcanzaban el título de doctor. Este es el doctorado para «Razón Española». Y es un doctorado «honoris causa», un doctorado honrosísimo que además tiene para nosotros el valor de que fue un signo muy vinculado a la figura de Franco. pocos podían llevarlo con mayor razón que él, puesto que su doctorado fue el máximo doctorado que conoce la historia universal, el que han conocido sólo los grandes protagonistas de la historia, que es, pura y simplemente, algo magnífico —ahora perdido— que fue la victoria… (Aplausos)

…Yo tengo que hacer como presidente del consejo de redacción de «Razón Española» lo que ahora se llama el marketing y antes se llamaba la publicidad, y en fin lo que los gitanos llaman «vender la yegua»; y yo no tengo más remedio que hacerlo ahora a ustedes para dar testimonio por un sentimiento de lealtad y también por un sentimiento de gratitud a los que a veces, jugándose quizás el estigma de colaborar en estas páginas, han puesto su esfuerzo y su trabajo para mantenerla y para darle viabilidad.

Lo primero que tengo que decirles a ustedes es que «Razón Española» es una publicación absolutamente privada, que como todas las publicaciones culturales tiene que vivir del mecenazgo. A la cual ayudan también sus suscriptores y sus anunciantes, y para la que yo les pido a ustedes su auxilio. Su auxilio como suscriptores y como propagandistas, para que ese futuro, que parece perdido, pero que un día hemos de reconquistar, pueda algún día volver a ser nuestro.

Y yo quiero aprovechar esta oportunidad para algunos de los mecenas que se encuentran aquí en esta sala y que nos ayudan a sobrevivir, expresarles también en nombre de todos nosotros y de nuestros lectores, de los colaboradores y de los lectores, nuestra gratitud.

Qué es en el fondo «Razón Española». «Razón Española» es la respuesta de la concepción humanista del mundo a un desafío gigantesco de todos los tiempos, pero muy específicamente de los nuestros.

Y ese desafío es que —como he dicho muchas veces y no me he cansado de repetir desde el día en que presentamos «Razón Española» hace ahora cinco años— todo lo que acontece sobre la faz de la tierra desde la aparición del hombre no es nada más que la consecuencia de las ideas del hombre mismo. Esta es la tragedia y la miseria de la naturaleza humana. Que no operamos como los productos químicos o como los cuerpos celestes o como las moléculas o los átomos de la Física; no actuamos de una manera mecánica y con arreglo a unas leyes predeterminadas; sino que actuamos libremente en función de las ideas que tenemos.

Si nosotros pasamos sobre las cordilleras, sobre los puntos culminantes, sobre las grandes crestas de la cordillera que es la historia universal y nos preguntamos por cualquiera de ellas, cómo y cuál es la razón de que haya surgido: es pura y simplemente una idea. El paso del Paleolítico al Neolítico es una idea: un ciudadano, un antepasado nuestro que se le ocurrió pulimentar la piedra. El paso del Neolítico al Bronce pues es otra idea. El paso del Bronce al Hierro. El paso del Hierro a la Agricultura. La Revolución Francesa, Pero qué es sino algo que se produce previamente en un laboratorio. La gran revolución del cristianismo. En Oriente las revoluciones de las religiones orientales han configurado toda la cultura de millones de gentes durante decenios y durante siglos.

Todo eso que ha acontecido en la historia universal ha sido siempre la consecuencia de una idea. Pues bien, esto quiere decir que la gran lucha, la lucha radical, la lucha decisiva, no es la lucha económica, no es la lucha de los intereses, no es la lucha de las fuerzas sociales, no es la lucha del número, en donde se decide el laboratorio, el crisol, en donde se decide el futuro de la historia, el sentido y el ritmo de la historia, es muchas veces en una biblioteca, en un laboratorio, en un monasterio, en un rincón perdido donde hay un hombre que está elaborando un pensamiento.

Y es ese pensamiento el que determina, en definitiva, la historia. Durante siglos el humanismo estaba refugiado en un gigantesco laboratorio de pensamiento que era la filosofía y la teología cristianas. Como en otros mundos estaba refugiado en monasterios también, como lo ha estado toda la cultura oriental en sus monasterios propios. Y como el islamismo ha estado también refugiado durante centurias en los laboratorios escondidos, susurrantes, nada vociferantes, en los cuales se estaba determinando un pensamiento que iba a configurar toda una concepción del mundo.

Pero a partir del siglo XVIII surge una gigantesca ofensiva. Siempre ha habido heterodoxos en todas las concepciones del mundo. Ha habido también en la Edad Media y en el Renacimiento, pero sobre todo a partir del siglo XVIII surge en el mundo una concepción de la vida, una cosmovisión distinta de la que se había ido fraguando en lo que había sido el humanismo cristiano. Esa contraofensiva, que es la de la Revolución Francesa, y que se forja en un club donde una media docena de ciudadanos organizan lo que era la razón española de entonces, de la revolución, que fue la Enciclopedia. A partir de ese momento todo lo que acontece en el mundo es la consecuencia de esta gigantesca tensión entre dos concepciones de la vida, del hombre, de la ética, de la sociedad y del estado.

Y los continuadores de ese campo adversario a partir de 1848 son también hombres que están en un laboratorio, en fin, en una buhardilla, en la miseria y en la ignorancia de casi todo el universo en aquel momento. Ese hombre se llamaba Carlos Marx y su gran amigo que era Federico Engels. Estos dos hombres también en un rincón perdido de Londres, despreciados por sus contemporáneos, llevando una vida extraordinariamente bohemia, estaban en el crisol en el que verdaderamente se forja la historia, en ese pequeño rincón, en ese recinto último radical que es la caldera del volcán y estaban condicionando ciento cincuenta años de historia posterior.

A partir del Concilio Vaticano II la gran fuerza que hacía de dique y también de resistencia frente a la gran corriente intelectual de la Revolución Francesa y del Marxismo, ha sufrido yo creo que la crisis especulativa, intelectual e ideológica más profunda de la historia de la catolicidad. Y esa crisis profunda de la historia de la catolicidad surge porque el Concilio Vaticano II da lugar a algo que no tenía precedente en la batalla de las ideas que había mantenido el humanismo desde el sermón de la montaña hasta el Concilio Vaticano II. Y eso a lo que abre camino, que no tenía precedente, es a la pluralidad intelectual y a la pluralidad filosófica y consecuentemente al pluralismo ético y al pluralismo político.

Todavía un hombre como Marcelino Menéndez Pelayo, por ejemplo, el gran maestro de «Razón Española», pues en los años veinte o en los años veinticinco, ante cualquier duda decía y cuál es el magisterio metafísico o lógico o epistemológico o teológico o ético o científico de la Iglesia. Eso era un cuerpo coherente, yo no diré que monolítico, pero ciertamente coherente, sistemático y unívoco.

No hay teólogos de la liberación, teólogos de la teología sin Dios, teólogos que no dudan en firmar un documento protestando de la excesiva ortodoxia, el puritanismo reaccionario y la involución intelectual que representa nuestro actual Pontífice. Y por lo tanto, queridos amigos, hoy ya en la gran lucha intelectual que es la lucha —y repito— radical de la historia, la que decide todos los acontecimientos porque los demás sí que no son —por decirlo en términos marxistas— nada más que epifenómenos y superestructuras de lo que es verdaderamente radical que es la batalla intelectual; hoy los que queremos enfrentarnos con la tradición neorrevolucionaria del enciclopedismo y la tradición marxista, que ya es una tradición puesto que tiene siglo y medio detrás de ella, ya no podemos pura y simplemente y cómodamente, como lo hacían nuestros abuelos, y como lo hacían nuestros padres, decirnos, bueno, y qué dice el padre Astete. Y cuál es la doctrina de la Iglesia y cuál es el magisterio filosófico de esta tradición que es la que nos ha apoyado, en la que nos hemos sostenido y en la que hemos clavado nuestras raíces para mantener esta lucha de las ideas que es decisiva.

Porque si apelamos a ese magisterio nos lo encontramos plural, difuso, paradójico, muchas veces contradictorio cuando no desgraciadamente infiltrado también por la traición.

Y esta es una inmensa responsabilidad de los intelectuales que no quieren someterse dócilmente a lo que han combatido sus padres y sus abuelos durante centurias y no quieren rendirse definitivamente a la victoria de una concepción del mundo que no les parece ni la verdadera ni la eficaz, ni la justa, ni siquiera la estética. Y para eso tienen que ponerse a pensar, y para eso tienen que ponerse seriamente a escribir, para eso tienen que bucear en los archivos, para eso tienen que bucear en las bibliotecas y, modestamente, reemprender, como hace muchos siglos, la batalla fundamental con una esperanza de victoria.

El marxismo, como vosotros sabéis, en su formulación ideal pensaba que el protagonista de la historia y el sujeto de la gigantesca revolución que ellos querían hacer, iba a ser el proletariado. Durante los años 20 y 30 apareció en el área del marxismo una de las figuras más transcendentales de la evolución de este pensamiento que es un italiano, como Marx, peor que Marx, no encerrado en una buhardilla sino en una cárcel, donde de vez en cuando, sobre unos cuadernillos y unos blocs, escribió unas notas que prácticamente son sus obras completas y que se han publicado con el título de «Los Cuadernos de la cárcel». Pues bien, ese hombre es el padre de todo el comunismo actual, Gramsci. Y no sólo es el padre de todo el comunismo actual, sino el gran general, el generalísimo de toda la estrategia del marxismo y del revolucionarismo que desde finales del siglo XVIII es la gran corriente que combate frente a la corriente que nosotros hasta ahora hemos tenido detrás.

Y en qué consiste el gran hallazgo táctico, el gigantesco descubrimiento estratégico de este hombre, pues consiste en decir: queridos camaradas marxistas, queridos camaradas del partido comunista, no nos interesa nada el proletariado. Es más, difícilmente ganaremos en el mundo occidental con un proletariado que el capitalismo ha convertido en clase media. Difícilmente podremos montar sobre su resentimiento, sobre su envidia, sobre su hambre y sobre su rencor, podremos montar la revolución.

Cómo podremos montar la revolución en los Estados Unidos o en Suiza o en Alemania Occidental o en Canadá o en Australia o en Nueva Zelanda, o en la España de después de Franco. Cómo se puede montar la revolución sobre el resentimiento, el hambre, la envidia y el rencor. Esa revolución se pudo montar en la España de 1936, pero no se puede montar en la España de 1987 ni en la de 1975, naturalmente. La revolución hay que montarla en las universidades, en los medios de comunicación de masas y en los púlpitos. Es decir, en los cerebros. El viejo descubrimiento platónico y aristotélico de que el resorte último de la historia, el eje central, el motor capital de los acontecimientos de la especie se forjan en media docena de cerebros.

Y a eso es a lo que estamos asistiendo, al lavado del cerebro de los españoles, casi a diario a través de los medios de comunicación de masas. Al lavado de cerebro de nuestros estudiantes. A la persecución implacable contra todo centro de enseñanza que sea resistente o mínimamente resistente a este gigantesco lavado de cerebro que es la lucha ideológica, que es la lucha capital que decide el destino de la historia. Y modestamente, desde este pequeño rincón que es el rincón de «Razón Española», nosotros tenemos la obligación de no dejarles enteramente solos, de no dejarles el campo sólo para ellos. Y en cualquier caso de dejar un testimonio que el día de mañana alguien pueda recoger, como ellos encontraron que recogieron el testimonio de Engels o el testimonio de Marx.

Yo quisiera terminar estas palabras de gratitud en nombre de todos los hombres de «Razón Española», yo no soy nada más que uno de ellos, y, en fin, Luis Suárez, que corresponde con su admiración y con su amistad por elevación a la enésima potencia, a la mucha que yo tengo hacia él; ha querido concentrar en mi persona, pero que no tiene sentido ninguno, puesto que yo aquí sólo soy un portador. Yo quiero terminar con una palabra de optimismo: Yo estoy convencido de que toda idea es una acción incoada. Yo estoy convencido de que a veces esta idea tarda decenios en convertirse en acción, pero creo que no hay ninguna idea inútil y no hay ningún pensamiento estéril y que contra la verdad, contra la razón y contra lo que es un pensamiento sólidamente estructurado no hay nada que pueda a la larga vencerlo.

Y esta convicción ha sido una convicción poco frecuente entre los hombres que hemos convivido en este gran río del humanismo. Porque los hombres que hemos convivido en este gran río del humanismo, hemos estado habituados durante generaciones, a la cómoda posición de que había alguien que nos defendía y que pensaba por nosotros. Esto que nos defendía y que pensaba por nosotros era —como digo— la Iglesia y a veces la Iglesia y la espada.

No podemos acudir a ninguno de estos dos resortes. Prácticamente no hay espadas y la Iglesia se encuentra en un proceso de profunda crisis y de lenta reconstrucción. Somos nosotros los que tenemos que asumir esa profunda responsabilidad. Que se refleje en todos los campos: los seglares, los civiles, los que se mueven en un ámbito puramente académico, los que se mueven sólo por la pura razón, como pretenden ser los hombres de «Razón Española». Tenemos que asumir nuestra inmensa responsabilidad para llenar ese vacío.

Nuestro pueblo ha vivido siempre en esta confortable situación que ahora ha perdido. Y una prueba de ello es lo que ha acontecido con los valores morales. Nuestra nación ha vivido una ética, una idea de lo que era el bien y el mal. Que era la idea del bien y el mal que le daba la teología, la teodicea, la ética y la moral de sus pensadores.

Cuando esto ha entrado en gigantesca crisis le ha ocurrido a nuestro pueblo algo que no ha pasado a otros pueblos que tenían reservas distintas de la puramente confesional; al quedarse sin la moral religiosa se ha quedado sin ningún valor moral; porque prácticamente no lo tenía.

Hubo una España en el siglo XIX, sectores de gente que eran agnósticas o menos todavía que agnósticas, que herederos de la tradición británica, me refiero a los hombres de la Institución Libre de Enseñanza, crearon su moral laica y daban muchas veces lecciones de moral real a quienes tenían una moral confesional.

Pero incluso también el eco de esa pequeña minoría se ha disuelto en la carrera del revolucionarismo y del marxismo. Cuando hoy en una reunión preguntamos, bueno, y pasamos revista a los Diez Mandamientos, y preguntamos: bueno, mire usted, éste es ateo. Bueno, pues mire usted, está en su derecho. Bueno, éste ha abandonado a su padres y dice de ellos pestes. Bueno, es normal, es otra generación. Miente como un bellaco, promete políticamente cosas y luego no las cumple. Bueno, en eso consiste la política. No hablemos del sexto mandamiento ni del noveno porque, en fin, eso ya es que no existen ni como mandamientos dentro del Decálogo. Hombre, sí, pero qué va a hacer un político si no roba, qué otra compensación puede tener, qué menos va a hacer que cobrar comisiones. Esto es normal, es natural.

El aborto: bueno, una pobre chica, se encontraba en una situación difícil, en fin, que le vamos a hacer. Abandonó su familia, bueno, el hombre era joven, su mujer estaba ya un poco viejecilla y, claro, naturalmente, pues decidió marcharse. Esto es lo que están pensando todos los españoles. Y si vosotros cerráis los ojos y hacéis un examen de conciencia diréis: efectivamente. Yo no me atrevería a decir lo contrario en una reunión porque inmediatamente me calificarían de carca, de involutivo, de franquista. Esto sería ya una cosa verdaderamente tremebunda.

Ha habido una descomposición de todos los valores al producirse el derrumbamiento de la moral religiosa porque no había una moral natural, una moral racional, un esfuerzo intelectual capaz de mantener una jerarquía ética en el espíritu de los españoles. Algo que no ha ocurrido en Inglaterra, que no ha ocurrido en Alemania, que ha ocurrido menos en Francia. Que no ha ocurrido en modo alguno en los Estados Unidos. En donde ha habido una capacidad de reacción intelectual suficiente para poder enfrentarse en esta gran batalla que es la batalla de las ideas.

Y yo decía que quería concluir con unas prospectivas, no me atrevería a calificar de optimistas, pero por lo menos incitantes y estimuladoras. Y para eso no voy a poneros ningún ejemplo de la Sagrada Escritura, ni ningún ejemplo de la patrística, ni ningún ejemplo del santoral. Os voy a poner un ejemplo de alguien que difícilmente podría incluirse ni con una enorme benevolencia en ninguno de estos sectores, ni por su ejemplaridad bíblica, ni por su ejemplaridad moral, ni por su ejemplaridad santificante.

Este ejemplo es el de, siento tener que pronunciar sus nombres porque para mí son nombres desgraciadamente tristísimos porque están manchados por el crimen, pero en fin, que han cumplido y que han ocupado un lugar de protagonismo en la historia de España y esos hombres, esos nombres, que yo os quiero proponer como ejemplo estimulante para nuestra acción del futuro, es por ejemplo el nombre del genocida de Paracuellos. El genocida de Paracuellos salió de España en marzo de 1939, derrotado, hundido, su concepción del mundo deshecha, sus armas aplastadas, sin la menor esperanza; y sin embargo, la mantuvo durante medio siglo hasta volver.

Queridos amigos, lo que queremos los hombres de «Razón Española» es que algún día todos podamos volver.

 

 

 


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