Palabras del Profesor Luis Suárez Fernández

El día 27 de octubre de 1987, el Jurado designado para la selección de los trabajos literarios y obras a los que puedan ser otorgados los Premios de esta Fundación en 1987, integrado por D. José Utrera Molina, D. Manuel Jiménez Quílez, D. Francisco Labadíe Otermín y D. Francisco Lapiedra de Federico, examina diversos artículos y trabajos publicados durante el periodo comprendido entre el 20 de noviembre de 1986 y el día de la fecha mencionada, donde se decidió dar uno de los Premios de la FNFF al Profesor D. Luis Suárez Fernández, por su ingente obra científica y de investigación en relación con lo que constituye el objeto específico de la Institución, materializada, entre otras publicaciones, en la obra titulada «FRANCISCO FRANCO Y SU TIEMPO», en ocho volúmenes. A continuación las palabras que dijo:

 

Luis Suárez

Historiador

Boletín Informativo FNFF Nº 43

 

Querida Duquesa, queridos amigos de la Fundación, queridos amigos todos los que habéis venido esta noche aquí:

Yo comprendo que el atractivo de «Razón Española» y el de la Fundación Nacional Francisco Franco, son motivos más que suficientes para que tengamos esta noche una notable congregación de personas. Y sobre todo de afectos.

Cada año en una fecha próxima a la de hoy nos venimos reuniendo desde hace más de una década para rendir homenaje a la memoria de un gran hombre, Francisco Franco.

Los premios son un poco el pretexto para esta convocatoria y los premiados un poco los testigos acompañantes que indebidamente roban un tanto el honor que al Generalísimo se le debe y en este momento se le tributa. Yo, desde el fondo de mi corazón, a Franco que nos escucha, no hay la menor duda, le digo en nombre de todos: gracias. Ha sido mucho tiempo. Tiempo durante el cual una España rota y sangrienta que salió de una guerra civil que él no quiso, procuró evitar por todos los medios a su alcance, y no cito palabras mías sino de Gonzalo Fernández de la Mora; supo, en el transcurso de ese tiempo, entregar-nos un país luminoso y alegre, duro y difícil. La España metafísica de vuelta con que soñaba José Antonio convertida también en el sexto país en el ranking económico mundial.

Yo he querido, por todos los medios a mi alcance, bien lo sabe Dios y bien lo sabe Joaquín Gutiérrez Cano, evitar este premio porque pienso que soy yo en realidad el que debe agradecimiento. Y porque pienso también que no es a mí sino a la Fundación a quien corresponde recibirlo. Y os diré por qué:

Cuando en un momento, hace ya bastantes años, se planteó la cuestión difícil de que era necesario, de alguna manera, devolver al pueblo español la imagen correcta de su pasado a través de documentos que son el único testamento fehaciente, fue la Fundación, y sólo la Fundación, la que pudo emprender, y emprendió de hecho, esa tarea.

Y el resultado fue, gracias al desvelo de su Presidenta, la Duquesa de Franco aquí presente, la recuperación de una documentación de primera mano, de una gran importancia que ahora ya no podrá ser destruida, aunque probablemente muchos desearían que lo fuese, como ha sido esquilmada una gran parte de la documentación procedente de nuestro pasado.

Yo intenté librar al Generalísimo de la dura tarea de que fuera un medievalista quien emprendiera la osada empresa de escribir su historia. No encontré quien lo hiciera y no tuve más remedio. Pero a fin de cuentas no hay ningún mal que no venga por bien, Dios escribe derecho con renglones torcidos, a fin de cuentas yo que soy un historiador de Isabel la Católica, he podido —como en cierta ocasión dije también— dar ese salto entre la España, una, difícil y grande de una reina Isabel (Bueno, Vizcaíno Casas dice que era «camisa vieja», ya no hay más que decir), de una España de la reina Isabel y la España de Franco.

Y es curioso el paralelismo entre ambas épocas. A través de la documentación un mundo nuevo va naciendo, es un mundo en el que poco a poco se descubren los desvelos de un hombre que supo guiar a una generación. Y de una generación que supo responder a un llamamiento.

Ahora nos llama la atención el número, relativamente escaso, de aquellos que abandonaron la tarea en el camino, pero llega el momento en que deberemos rendir el homenaje a aquellos que no des-mayaron. ¿Quiénes? Hombres, mujeres, de esta España. En general, anónimos, los que no suelen aparecer en las páginas de los periódicos, pero que sabían, porque así lo decía el Caudillo, que mañana iba a ser menos malo que hoy y pasado mañana sería mejor. Y llegará un día, y el día llegó, en que España podía pasearse por esos mundos de Dios, nuevamente con la seguridad recobrada de su propia, serena y firme dignidad.

Qué emoción tan profunda produce en un historiador, ahora que tantas cosas niegan, ver cómo un hombre y una generación en el momento del dolor del pueblo judío, no siendo partidario de los judíos, abrió las puertas de su casa y organizó una expedición para salvarlos.

Y cuando alguien pregunta ¿por qué? Porque Franco era fundamentalmente un cristiano que sabe hasta donde llega el respeto de la dignidad humana. No buscaba el agradecimiento, no lo tuvo. Pero más allá del tiempo y del espacio, donde se rinden las cuentas supremas, ante Dios, él sabrá perfectamente el resultado de aquella labor de humanidad que hizo.

Franco supo que le había tocado gobernar un pueblo dividido por una guerra civil y que había que lograr la reconciliación entre los hombres. Y no sólo entre los hombres. ¿Acaso no había dicho José Antonio Primo de Rivera: «Entre los hombres y las tierras de España»? Y cada año des-de Galicia a San Sebastián y a Barcelona él iba viviendo el pulso de esa España encontrada, lo dijo en su testamento, en la pluralidad de sus regiones, que habían encontrado al fin la fórmula integradora de la unidad, unión en la pluralidad que es forma de vida política superior.

Cuando un historiador penetra a fondo en lo que es la documentación fría y seca de la época, ¿qué es lo que percibe? Al margen de un despacho o de un telegrama de política exterior, una mano nerviosa y apresurada que escribe un comentario. Es la mano de Franco. ¿Qué es lo que escribe? Aquello que el corazón le dicta. Aquello que en un momento determinado se convierte prácticamente en una consigna: hacer lo que se pueda.

Mirad, en 1947, la Unión Soviética hizo un esfuerzo para atraer a Franco a una negociación y ofreció entonces, como muestra de buena voluntad, poner en libertad a algunos de los cautivos de la División Azul que él tenía. Y el negociador (esto está ya publicado) ofreció algunos oficiales de la División Azul y Franco, al margen del despacho, escribió: «Oficiales no, soldados rasos. Por ahí debe empezar la liberación».

Eso era, en el fondo, el Generalísimo. Muchas veces, comentando este acto, suelen decir: son los nostálgicos del tiempo. Se han reunido los nostálgicos. ¿Nostálgicos?, pienso yo. Sí, ciertamente, pero no sentimos la nostalgia del tiempo pasado, sino del futuro que nos ha sido arrebatado, de aquel que estaba en marcha. (Aplausos). Aquel que nos llevaba a entrar en Europa desde un tratado preferencial y no de rodillas como entran los lacayos de una colonia. (Aplausos). Perdonadme, pero a veces uno también pierde la paciencia y pierde la sonrisa.

No es nostalgia del pasado, es nostalgia de un futuro que no llegó a escribirse, pero llegará. Entre todos tenemos un deber, el deber que ha asumido la Fundación Nacional Francisco Franco, las próximas generaciones, las que ya están ahora entrando en plena juventud, van a pedir cuentas. Van a decir: qué ocurrió para que la España brillante de los años 70, la España digna de 1956, cuando tuvieron que movilizarse todas las grandes potencias para que España no entrara en el Consejo de Seguridad porque hubiera sido un terrible escándalo. Qué ocurrió para que aquella España, sexta potencia económica del mundo, con una moneda fuerte y un trabajo pleno y una juventud constructiva, haya llegado a convertirse en eso, en la triste colonia de Europa que tiene que empezar a pedir auxilio a sus vecinos para ver si entre todos uniéndose pueden llegar a defenderse un poquito menos mal.

Y ante eso, a los hombres de nuestra generación queda un cometido, dar a conocer lo que fue. Ese dar a conocer no es sembrar opiniones, sembrar documentos, establecer verdades. Hay mucha gente que guarda todavía documentos, textos, recuerdos que pueden ser importantes. Y yo les digo: dadlo a conocer. Yo no creo que pueda hacerse ninguna cosa más urgente, ni más importante en las horas que vivimos salvo esa: el mensaje.

Varias veces en la historia del mundo se ha intentado enterrar la memoria de un gran hombre. Siempre los esfuerzos a la larga fracasan, porque la propia pequeñez se vuelve siempre como un complejo sobre los enanos. Es inevitable. Esta noche al recibir el premio, premio que me produce más que satisfacción un poco de vergüenza, les confieso que lo estoy pasando muy mal. He recibido sin embargo un gran consuelo, compartir algo con Gonzalo Fernández de la Mora no es ninguna broma. Algunas cosas hemos compartido ya. Desde cualquier rincón en Razón Española ahí estamos en la medida de nuestras fuerzas, todos nosotros presen-tes. Pero él es el capitán, él es sobre todo la gran fuerza del pensamiento.
Si hubieseis tenido la suerte como yo de leer esta mañana un texto todavía inédito de Gonzalo Fernández de la Mora habríais dicho: el verdadero premio Francisco Franco de este año es, indudablemente, Gonzalo. (Aplausos)


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