Palabras, ideas, realidades: ¿Es esta la monarquía que quiso Franco?, por Blas Piñar

 

 

Blas Piñar López

Publicado en “El Imparcial”, el 6 de octubre de 1.979

 

 

El contraste entre la Monarquía que quiso Franco y la Monarquía actual, debe ser objeto de una verificación comparativa. Para que ese contras­te quede nítido conviene contraponer aquélla a ésta. Si aquélla se configura como católica, tradicional, social y representativa, ésta se define como laica, liberal, partitocrática y parlamentaria.

Para que no pueda decirse que estas afirmaciones son ligeras, lo más sencillo es acudir a los textos fundamentales que constituyen la armadura interna de una y de otra.

La Ley de Principios de 17 de mayo de 1.958, en el VII establecía que la forma política del Estado Nacional era “la Monarquía tradicional, cató­lica, social y representativa”, señalando en el II que “la Nación española considera como timbre de honor el acatamiento y la Ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana”. La Monarquía que quiso Franco era, pues, una Monarquía católica.

Por el contrario, la actual, cuya Constitución fue sancionada por el Rey el 27 de diciembre de 1.976, al señalar en su preámbulo que la “ley (es) la expresión de la voluntad popular”, y en su art. 1º-2 que “la soberanía reside en el pueblo”, niega el Derecho público cristiano y la verdad revelada. Por su parte, en el art. 16 proclama que “ninguna confesión tendrá carácter estatal”, aunque “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la Sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”. Ello equivale, pues, a decir: “Ningún deporte tendrá carácter estatal, pero los poderes públicos, teniendo en cuenta la afición a su práctica por la sociedad española, mantendrán las oportunas relaciones con la Federación de fútbol y las otras entidades deportivas”. Por eso, la Monarquía actual no es una Monarquía católica, como quiso Franco, sino una Monarquía -yo no diría que anticatólica- pero sí lai­ca.

La Monarquía que quiso Franco era la tradicional, con “unidad de mando y coordinación de funciones” (Art. 25-2 de la Ley Orgánica del Estado). Esta unidad de mando se concretaba en la Corona, y la Corona no era solamente el Rey, sino el Rey asistido, en su caso, por el Consejo del Reino (Art, 10 de la Ley mencionada). El Art. 4º de la Ley de Sucesión señalaba que dicho Conse­jo “tendrá preferencia sobre los Cuerpos consultivos de la Nación, (y) asisti­rá al Jefe del Estado en los asuntos y resoluciones trascendentales de su exclusiva competencia”.

Pues bien, la Monarquía de la Constitución de 1.978, hace suyo el principio de la dispersión del poder, y por Corona entiende tan sólo al Rey, ignorando el Consejo del Reino y dejando reducido al primero a “símbolo” de la unidad y permanencia del Estado, que “arbitra y modera el funcionamiento regu­lar de las instituciones”. Por eso, la Monarquía de la Constitución de 1.978 no es la Monarquía tradicional que quiso Franco, sino que es una Monarquía liberal.

La Monarquía que quiso Franco era una Monarquía social. De lo social, en el ordenamiento jurídico derogado, se tenía una concepción amplia y no sólo reducida al campo laboral. Si el Principio X reconocía al trabajo “co­mo origen de jerarquía, deber y honor de los españoles”, el Fuero del Trabajo, que se promulgó durante la contienda, luego de decir que “por ser esencialmen­te personal y humano, el trabajo no puede reducirse a un concepto material de mercancía, ni ser objeto de transacción incompatible con la   dignidad personal de quien lo preste”, proclamó que el Estado protegería el trabajo “con la fuerza de la ley, otorgándole las máximas consideraciones y haciéndole compatible con el cumplimiento de los demás fines individuales, familiares y sociales”. Esta contemplación amplia de lo social, llevó a aquel ordenamiento a estable­cer en el hombre, como portador de valores eternos, el fundamento de la comunidad nacional, a hacer de la familia “base de la vida social”, y a reconocer la propiedad y la iniciativa económica privadas, como garantía de la libertad del individuo y de la autonomía de la institución familiar. (Principios V y X)

La Monarquía actual, por el contrario, a pesar de definirse como “un Estado social” en el Art. 1º-1 de la Constitución, lo olvida al consagrar el pluralismo político como uno de los valores superiores de su organización. Este pluralismo político, viable, lícito y hasta necesario en lo accidental, en la filosofía de la Constitución equivale al pluripartidismo, que escinde a la sociedad y que, de hecho, como demuestra la práctica, carece, a pesar de las cautelas legales, de limitaciones efectivas. “Los partidos políticos -según el Art. 6- expresan ese pluralismo, y concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular”, y, sin duda, por ello, se constituyen, a veces, agrupaciones políticas legalizadas, que acuden a las elecciones, no obstante manifestar su propósito independentista, en contra de la “indivisible unidad de la nación española” (Art. 2 de la Constitución).

Si lo social es todo lo que incide y afecta a la sociedad, es decir, a la Comunidad, y esta no es un aglomerado efímero de personas vivientes, como quería Bentham, sino que es un pueblo y, por tanto, y en cierto modo, co­mo dice Walter Lippmann, “una entidad que vive mientras sus componentes van entrando en la misma por un lado y saliendo por otro”, no cabe la menor duda que nada más anti-comunitario, antipopular y antisocial que un Sistema que posa su mirada únicamente en las urnas y desconoce el pasado del que el pueblo trae causa y el futuro en vacío que, no volviendo al pasado, paro sí desde el pasa­do, puede y debe construirse.

Esta Monarquía que rompe la unidad de mando y que, como decía Donoso, divide a la Sociedad en cien partidos, no es, indudablemente, la Monarquía que quiso Franco. Esta Monarquía no es una Monarquía social, sino una Mo­narquía partitocrática.

Finalmente, la Monarquía que quiso Franco era una Monarquía representativa, pero representativa de la sociedad que, por el cauce de sus pro­pias instituciones básicas, elegía a sus procuradores o diputados. El Principio VIII rezaba: “El carácter representativo del orden público es principio básico de nuestras instituciones públicas. La participación del pueblo en las tareas legislativas y en las demás funciones de interés general, se llevará a cabo a través de la familia, el municipio, el Sindicato y demás entidades con representación orgánica que a este fin reconozcan las leyes. Toda organización política de cualquier índole, al margen de este sistema representativo, será considerada ilegal”. Pues bien, fue precisamente el Principio octavo, que se acaba de transcribir, el que derogó la Reforma política, para sustituir, de cara al futuro, la Monarquía representativa que quiso Franco por otra, en la que, legalizados los partidos, éstos, y no aquellas instituciones sociales básicas, fueran, como dice el Art. 6 de la Constitución, el “instrumento fundamental para la participación política”. Con ello, las Cortes, como representación de una Sociedad organizada, han sido sustituidos por el Congreso y por el Senado, y la Monarquía, en vez de contar con un órgano limitador del poder -que no es necesario, ya que ha perdido su cohesión-, tiene un Parlamento, que hace llegar las voces discrepantes y antagónicas de una sociedad también dividida y enfrentada. Esta Monarquía no es tampoco la Monarquía que quiso Franco, es decir, una Monarquía representativa de la sociedad, sino, como dice el Art.  1º-3 de la Constitución, una “Monarquía parlamentaria”.

A esta serie de argumentos podrían añadirse otros para confirmar la diferencia entre ambas Monarquías: la que quiso Franco, por ejemplo, sostenía que España era “una unidad de destino en lo Universal” (Principio I), y ­que era “intangible la unidad entre los hombres y las tierras de España” (Principio IV). La Constitución, en su art. 2, admite la pueril estratagema de una Nación de naciones, pues, como los señores Tarradellas, Garaicoechea y Suárez han reconocido, el término nacionalidad se identifica con el de nación. Ahora bien; la fórmula “Nación de nacionalidades”, en el mejor de los casos, puede traernos un Estado español multinacional y no una Patria española, o un conjunto de Estados que, al poner el sello político a sus respectivas naciones, consideran posible, como ha dicho el presidente del Consejo General Vasco, mantener una cierta unidad moral en la Corona.

 

En la Monarquía configurada por el ordenamiento jurídico anterior, los Sindicatos tenían “la condición de corporaciones de derecho público”, y eran cauce de participación de empresarios, técnicos y trabajadores en las tareas comunitarias de la vida política, económica y social (Fuero del Trabajo XIII), mientras que en la Constitución de 1.978, y según el art. 7, los Sindicatos de trabajadores por un lado y de empresarios por otro, pierden su categoría de Corporaciones de Derecho público, se les excluye de la participación política y se les limita a la “defensa y promoción de los intereses económicos y sociales que les son propios” y que conducen, como lo estamos viendo, a la lu­cha de clases, a la huelga sin restricciones y al caos económicos y social.

Por último, y para no hacer interminable esta argumentación, quiero referirme a la familia. El Fuero del Trabajo, en su punto XII-3, decía que el Estado “reconoce a la familia como célula primaria natural y fundamento de la Sociedad, y al mismo tiempo, como institución moral dotada de derecho inalienable y superior a toda ley positiva”. Pues bien, en virtud de ese dere­cho natural, el matrimonio, del que nace la familia, era indisoluble, con independencia de su carácter religioso o sacramental. Pues bien, la Constitución de 1978, desconociendo las exigencias institucionales del matrimonio y, por ello mismo, tocando gravemente a la familia como fundamento de la Sociedad, declara en su art. 32-2 que “la ley regulará… las causas de… disolución del matrimonio”.

Si la Monarquía que se ha ido perfilando desde la Reforma y la Constitución, no es la Monarquía verdadera, es decir, la católica, tradicional, social y representativa, y si la Monarquía actual sólo tiene de Monarquía el nombre y en parte la Corona, al ser laica, liberal, partitocrática y parlamen­taria, se comprenderá mi planteamiento “sub conditione” de Medina del Campo.

Es posible que la Reina Isabel, tan vinculada a aquella ciudad, me inspirase el planteamiento; pero, en cualquier caso, mañana trataré de explicarlo mejor.


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