Plaza de la lealtad, por Blas Piñar

Blas Piñar López

Publicado en “El Alcázar”, el 18 de noviembre de 1.979

De nuevo, confirmando una tradición que tiene su origen en el pri­mer aniversario de la muerte de Franco, los españoles, para los cuales el 18 de julio no es una hoja arrancada del calendario, sino una fuerza capaz de rehacer la historia de la Nación, nos damos cita en la plaza de Oriente, que es tanto como decir en la plaza de la lealtad.

Hay lugares donde la Patria parece que se personifica y hasta se palpa; sitios en los que el espíritu aletea y aúna los corazones enardeciéndolos. Pero mientras hay lugares y sitios donde esa personificación y ese aleteo son permanentes, hay otros en los que tales sensaciones se producen en una ocasión determinada y concreta, con motivo de una conmemoración, que une al recuerdo el estímulo.

Tal es lo que ha sucedido en las tres jornadas anteriores en la Plaza de la lealtad, y lo que, Dios mediante, va a suceder el 18 de noviembre de 1.979, cuando, atentos a la convocatoria, acudamos a rendir homenaje de fidelidad a José Antonio, el artífice preclaro de la doctrina, y a Franco, el artífice pa­ciente, en medio de dificultades que parecían invencibles, de un Estado nacional y social, edificado sobre raudales de heroísmo y años de fortaleza y de trabajo.

Si José Antonio supo, con su muerte, dar el testimonio supremo de la grandeza de los ideales a los que dedicó su vida, Franco nos dio, con su larga vida, el ejemplo inapreciable de la constancia, del valor inapagado frente al peligro, la deserción o la amenaza. Por eso, aun tratándose de dos biografías diferentes, de dos modos distintos de morir, José Antonio y Franco se enlazan y complementan, de tal modo que aquél hubiera quedado en pura fantasía sin la obra del Caudillo, y éste se hubiera sentido sin alma sin el esquema doctrinal joseantoniano. No fueron vidas paralelas, ni hermanas, sino hitos trascendentes, músculos tensos que empujaron el quehacer histórico de un pueblo que se llamaba Espa­ña.

Si comparamos los testamentos de uno y de otro, hallaremos el mis­mo pálpito, la misma entrega generosa, idéntico patriotismo e idéntica llamada a la unidad.

Este nuevo aniversario de un fusilamiento que descalificó para siempre a los verdugos, y de una muerte dolorosa y sencilla, que ennobleció al ilustre paciente y conmovió a españoles y extranjeros, se celebra bajo el signo oficializado de la desunión, del enfrentamiento y de la discordia, de la pérdida creciente y acelerada de la unidad. Banderías de partidos, lucha de clases acti­vada desde el odio, insolidaridad de las comarcas, que al desprenderse de sus raíces vitales quedarán reducidas a colonias, guerra, en suma, de distinta clase, pero guerra al fin, guerra no reconocida, guerra sucia, subversiva, revolucionaria, que se cobra sus víctimas a diario -militares o civiles, burgueses o trabajadores- y que reduce a escombros, sin necesidad de la goma 2, las empresas y la economía, guerra al servicio de intereses foráneos, de ideologías que fueron derrotadas, del rencor acumulado por el despecho, las ambiciones ruines y hasta las injusticias no superadas con amor.

¡Unidad de España! ¡Unidad de los españoles que lo sean por algu­na razón más alta que la geografía del nacimiento, el vínculo administrativo de la ciudadanía y el documento nacional de identidad! Pero unidad auténtica, y no falsificada o postiza, porque de no ser así, engañaríamos a nuestro pueblo y nos estaríamos engañando nosotros mismos. Unidad, no en la uniformidad, pero sí en la diversidad. Unidad, no sólo en el continente, sino en el contenido, es decir, en lo substancial, inamovible y dogmático. Unidad que no se parezca a la del equipaje, yuxtapuesto y apretado, sobre el techo del automóvil, por un pulpo que lo aprieta, sujetándolo, pero que, si se afloja o se rompe, se desparrama y se  quiebra, sino unidad que no precisa de ataduras y de corsés, de ballenas y flejes, porque descansa en una vida interior fecunda, en una voluntad acerada de ser, en un proyecto de cara al futuro, en una conciencia colectiva, en un “yo” -pasivo y activo, receptivo y dinámico, que transforma la tierra y la gente -elementes ónticos, como decía Maeztu- en Patria y Nación.

Sin gente que conviva -y no que coexista-, y sin tierra, que es al­go más que paisaje, porque es itinerario histórico, la patria y la nación se de­sintegran. De aquí que hoy, más que nunca, al evocar la vida y la muerte de José Antonio y de Franco, se imponga como un clamor unánime e incontenible de los verdaderos patriotas, la consigna de la unidad.

“España unida y en orden”, pedía José Calvo Sotelo, con las mismas palabras de Isabel y Femando. “La unidad de España”, exigía Ledesma Ramos, como una consigna de la Revolución nacional. “España una, grande y libre”, cantaba José Antonio. “Mantened la unidad de las tierras de España, exaltando la rica multiplicidad de sus regiones”, nos dijo Franco en su último mensaje.

Y a eso vamos a la Plaza de la lealtad: a hacer visible, en la compacta fraternidad de una mañana de noviembre, con las banderas rojas y amarillas en alto, la unidad de España, la unidad que estamos dispuestos a defender con honor en el terreno que sea preciso.


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