Plaza de Oriente, por Blas Piñar

 

Blas Piñar

20 de noviembre de 1.977

 

 

¡Españoles que guardáis en vuestras almas el tesoro de la grati­tud y de la hidalguía!

¡Europeos y americanos que amáis a España, y que en la hora de la vergüenza, de la cobardía y del miedo, y a pesar de las amenazas de que ha sido portavoz el “Diario 16”, el periódico de la libertad sin ira, rendís con nosotros homenaje público a esas dos figuras, señeras y ya universales por ser auténticamente españoles, de José Antonio y de Francisco Franco!

Porque hoy -20 de noviembre- rendimos homenaje público a José An­tonio y a Franco:

– en esta plaza mayor del patriotismo, de la dignidad y del deco­ro que es la Plaza de Oriente, donde en tantas ocasiones el buen pueblo de España, en unidad fraterna, se congregó compacto y sereno para aclamar a su Caudillo y para respaldar su política;

– en esta plaza mayor del patriotismo, de la dignidad y del deco­ro nacionales, que aún rezuma

– de las palabras sabias del capitán,

– del aplauso unánime de las multitudes,                        

– de los alegres himnos juveniles,

– del flamear de los pañuelos al aire, a la lluvia y al sol;

– en esta plaza singular y única de la que partió el cortejo fúnebre del soldado y del estadista: del soldado -la espada más limpia de Europa- que venció al comunismo, cosa que el comunismo no perdonará nunca, y del estadista que recogió la España pobre y triste, desmantelada por los liberales, saqueada por los que se llevaron nuestro oro a Rusia y a Méjico, y en cuarenta años, a pesar del odio y el recelo de sus enemigos, nos entregó una patria más justa, más respetada y más rica.

En el palacio real que delimita esta plaza, se veló su cadáver, y el pueblo, que lloró su muerte, le despidió aquí mismo,

– con lágrimas en los ojos,                                

– con el corazón de luto, y                              

– con un canto funeral en los labios.

Allá reposa, en la Basílica del Valle de los Caídos, junto a los héroes y mártires de la Cruzada, bajo la dulce mirada de Cristo -Rey en cruz- y de los santos españoles, en el mismo suelo que guarda los restos mortales de José Antonio, el César, que, con su palabra, y sobre todo con el ejemplo de su vida y de su muerte, levantó el estilo y puso en pie a lo mejor de nuestras juventudes.                                    

Vaya desde aquí, para José Antonio y para Franco,                            

– unidos por idéntico amor a España;

– unidos por el mismo deseo abnegado de hacerla más grande y más libre;

– unidos, en fin, en la distancia del tiempo y de la obra por la fecha común de su muerte,

 

nuestro recuerdo cargado de gratitud y de emoción, y nuestras oraciones llenas de esperanza sobrenatural y de confianza también en que Dios les ha otorgado la recompensa debida a sus grandes merecimientos.

Pero no sólo un sentimiento de gratitud es el que aquí nos reúne. Es, igualmente, un sentimiento de desagravio.

Porque nunca registró la historia un caso como éste: el de una victoria entregada sin lucha; el de un grupo nutrido de colaboradores, formando con su piqueta parte sustantiva del equipo demoledor; el de un perjurio generalizado e institucional; el de una francachela tan frívola como suicida, que en sólo dos años de experiencia nos ha privado de la unidad y de la paz,

– ha enfrentado a los españoles;

– ha arruinado la economía;

– ha producido un paro galopante y una inflación insufrible;                            

– ha mermado la reserva de divisas;

– ha elevado la deuda exterior a la cifra brutal de catorce mil mi­llones de dólares;

– y nos ha privado de todo prestigio internacional, porque no es prestigio, sino mendicidad claudicante, el golpecito en la espalda de cualquier botarate que, con sonrisa irónica, nos dice: “muy bien por España; sigan, sigan destrozándose democráticamente”.

Ni una sola conquista social en los dos años suicidas. Al contra­rio: las conquistas sociales del franquismo fueron derogadas, son inoperantes o se encuentran en período de revisión; y los impuestos, cada día más exigentes y penosos, gravan y gravarán hasta que nos dejen en harapos, a los obreros y a las clases medias, para enjugar así el despilfarro con­tinuo que ahora trata de cubrirse con una supuesta austeridad, que no ve­mos en ninguna parte, y menos en los dos mil millones con que, con cargo al contribuyente, se acaba de subvencionar a los “eficaces” partidos políticos que con España juegan al parchís en el Palacio de la Moncloa.

Desagravio por las ofensas, los insultos y la vileza convertida en vocabulario infamante para el nombre y la obra de Francisco Franco.

Desagravio, no solo frente a los que escupen su odio y su resentí miento, sino también frente a los silenciosos con mando que lo consienten, cuando están obligados a hablar; frente a los desertores que todo se lo deben a Franco, que un día, como mariposas alrededor de él, revoloteaban en torno suyo, en los balcones del Palacio que desde aquí vemos, y ahora se esconden como perros mudos e inservibles bajo la cama de su propia vi­llanía.

¡Gratitud! ¡Desagravio! Pero también afirmación y convocatoria.

Afirmación de futuro, porque la gratitud y el desagravio no nos paralizan en la nostalgia y el recuerdo, sino que nos sirven de acicate para reanudar la empresa iniciada y tan sólo de momento interrumpida.

Si la teoría no bastase; si el ejemplo de los héroes y de los mártires de la Cruzada no fuera suficiente; si la realidad de la España uni­da y en orden que tuvimos no constituyera testimonio veraz; ahí tenemos -entrándonos por los ojos y llenándonos de santa ira- el espectáculo alucinante de la comparación entre la España de Franco y la España de Adolfo Suárez, al que, sin duda, dentro de 40 años no vendrá nadie a rendirle, ni aquí ni en la Moncloa, un homenaje de reconocimiento y de gratitud.

Afirmación nacional de futuro porque: Hay que rectificar la polí­tica de España. Hay que seguir coronando cotas de progreso. Hay que reha­cer el orden moral, sin el que resulta imposible el orden económico y el orden público. Hay que cortar de raíz el terrorismo, la matanza impune, y luego amnistiada y glorificada, de españoles de todo género y condición, sin excluir a quienes forman parte de las Fuerzas de Orden Público y de la policía gubernativa, cuya disolución se pretende y cuya depuración, cargada de sectarismo, está en marcha. Hay que sembrar confianza en el futuro, optimismo creador, deseo de trabajar, de ahorrar, de invertir, de conquistar los mercados exteriores, de cooperar con quienes desde fuera desean ayudarnos a salir del presente desastre. Hay, en suma, que creer en España y en su capacidad de reacción frente al peligro o la desgracia. Hay que devolver a los obreros las conquistas sociales que se le han arrebatado o que están a punto de perder, y hay que liberarlos de la tiranía y de la amenaza de los piquetes de huelga.

Por eso nos reunimos también aquí; para hacer un acto masivo, pe­ro consciente, de afirmación nacional y de convocatoria al pueblo español. Las banderas que algunos quisieran enterrar y otros arrojar al fango, continúan en pie. Aquí están. Vamos a unirnos codo con codo, con voluntad resuelta, con talante varonil y con aquella poesía interior que hace conta­giosa la doctrina.

Que no sea la concentración de hoy un relámpago pasajero, sino un torrente de luz y de energía que aclare las inteligencias y que dinamice y ponga a punto los corazones.

Vamos a organizamos hoy para vencer mañana.

Vamos a levantar, con las banderas que se cubrieron de gloria y de honor en la guerra y en la paz, y con la juventud, que llega en aluvión a nuestras filas, porque le duele España, aquel lema de que un día nos habló Franco: Dios, Patria y Justicia.

Dios, como suprema verdad y como destino eterno.

Patria, como unidad de historia, de convivencia y de misión.

Justicia, sin la que es imposible la paz, el bienestar y el pro­greso.

¡Españoles! ¡Europeos y americanos que nos acompañáis! Por Dios, la Patria y la Justicia, gritad conmigo:

 

¡JOSÉ ANTONIO Y FRANCO! ¡PRESENTES!

¡ARRIBA ESPAÑA!


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