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Luis Felipe Utrera-Molina
Abogado
“Desde el primero de abril de 1939, no consideré enemigo a ninguno de los españoles a quienes habíamos vencido; primero, porque eran españoles, y segundo, porque no es de caballeros recordar al vencido su derrota. Creo que cuantos han combatido piensan así”.
Así se pronunciaba el poeta falangista Luys Santa Marina en la posguerra y ese fue, en realidad, el espíritu de reconciliación que se impulsó desde el Movimiento y en el que crecieron los miembros del Frente de Juventudes, una escuela de vida de la que saldrían muchos de los dirigentes del régimen político capitaneado por Francisco Franco.
Una cita que sorprendería y hasta provocaría el escándalo en millones de españoles víctimas de una de las mayores operaciones de manipulación histórica que se han llevado a cabo en España, no ya desde la aprobación en el año 2007 de la llamada Ley de Memoria Histórica, sino desde mucho antes, cuando los vientos políticos aconsejaron maquillar las biografías de acomodaticios arribistas que habían crecido a las ubres del régimen y las de nuevas promesas necesitadas de un pedigrí de luchador antifranquista.
Y es que, por desgracia, la realidad de 2022 es muy distinta a aquella en la que Santa Marina escribió tan cabales palabras, tanto, que estoy seguro de que hoy no las hubiera escrito, porque ahora, más que nunca, se hace preciso recordar la historia como fue, por respeto a la memoria y dignidad de quienes ofrecieron su vida por una España mejor, hoy estigmatizados como fascistas, golpistas o enemigos de la libertad.
Cuando el 8 de octubre de 1976 un puñado de españoles decidió constituir la Fundación Nacional Francisco Franco ya se percibía en el ambiente la necesidad de disponer de un instrumento duradero que preservase la verdad del régimen nacido el 18 de julio de 1936, de la grosera manipulación de la que ya empezaba a ser objeto, no sólo por sus enemigos, sino por quienes habían prosperado bajo su amparo.
Han transcurrido 46 años desde entonces, en los que no se han escatimado esfuerzos ni recursos desde el poder para manipular y denigrar a Francisco Franco y al régimen político surgido de la guerra civil hasta convertirlos en espantajos o caricaturas irreconocibles que nada tienen que ver con la realidad, convirtiéndolos en anatema.
Era preciso descalificar de raíz al régimen y a sus protagonistas para evitar la tentación de que los españoles pudieran comparar los resultados económicos y sociales de un cada vez más gigantesco Estado de las Autonomías con imparable voracidad recaudatoria y crecientes niveles de corrupción, el indiscutible éxito social y económico de un régimen austero en el gasto y ridículo en su política impositiva, que dejó a España con una deuda pública del 7% del PIB y una renta per cápita que en 1975 alcanzó una convergencia del 80% con el resto de Europa. Una España con un sistema de protección social muy superior al de los países de nuestro entorno, con una red sanitaria comparable a las mejores del mundo y que había construido más de 4,5 millones de viviendas sociales en apenas treinta años.
En el año 1997 Julián Marías advirtió en su magistral artículo “¿Por qué mienten?”, publicado en ABC que “no se abrirá de verdad el horizonte de España mientras no haya una decisión de establecer el imperio de la veracidad, la exclusión de la mentira”. Pues no hay día que no nos desayunemos con un nuevo dislate amparado en una ley que, lejos de buscar espacios de concordia, sólo sirve a los profesionales del odio y la mentira para abrir abismos entre los españoles condenando a un futuro sin libertad porque, en definitiva, como dijo Camus “la libertad consiste, en primer lugar, en no mentir”.
Por otro lado, el declinar de la historiografía marxista de Tuñón de Lara frente a la historiografía profesional y los nuevos hallazgos en relación con hechos decisivos de nuestra reciente historia como el fraude de las elecciones de 1936 que confirman la legitimidad del alzamiento del 18 de julio, ha provocado la nueva vuelta de tuerca de la izquierda, que, con su proyecto de Ley de Memoria Democrática, pretende no ya imponer por ley una versión oficial de la historia como su predecesora, sino criminalizar toda disidencia mediante la imposición de sanciones a docentes y editores por la publicación de trabajos que se alejen de la verdad oficial, penas de prisión para la apología del franquismo y la disolución cualquier organización que ensalce la figura de Francisco Franco, en clara referencia a la Fundación que lleva su nombra.
Y es que, ante el torrente de mentiras que desde hace cuatro décadas se han arrojado de forma inmisericorde sobre la historia de España entre los años 1939 y 1975, sobre la política, la economía, la cultura, incluso sobre el deporte, el único baluarte o espacio de libertad que ha logrado subsistir, defendiendo contra viento y marea la verdad de lo que aconteció en nuestra patria durante aquellos decenios, es la Fundación Nacional Francisco Franco.
No podemos pretender que sean los partidos los que defiendan la figura de Francisco Franco y del régimen que acaudilló, porque la política consiste en transformar la realidad y ganar el futuro asumiendo el pasado, cuyo relato debe quedar en manos de los historiadores. Debemos eso sí, exigir a los partidos que garanticen el marco legal necesario para desarrollar en libertad la labor de investigación, archivo y difusión de la obra de dos generaciones de españoles sin la cual no es posible entender el presente de nuestra patria. Y debemos exigir por un imperativo de libertad, la inmediata derogación de las leyes totalitarias de memoria que imponen el relato interesado de la historia como arma política, frente a la verdad histórica.
La Fundación Francisco Franco no tiene como propósito promover la restauración de un régimen que sólo se explica en el contexto revolucionario del siglo XX en el que la izquierda quiso sumir a España para convertirla en un títere de la Unión Soviética y en la figura irrepetible de Franco. Su responsabilidad y su mandato tienen una misión cultural e histórica: custodiar los archivos de Francisco Franco y de otras personalidades relevantes de su régimen político, estudiar y difundir su figura y su obra y transmitir a las próximas generaciones de españoles la verdad sobre una etapa clave de la historia de España y sobre el mejor estadista que ha conocido nuestra nación desde Felipe II.
Muertos ya la mayor parte de sus fundadores, somos legión los españoles que no estamos dispuestos a pisar ni a dejar que se pisotee la memoria de nuestros mayores ni a permitir que se les condene en una especie de némesis colectiva con mentiras, manipulaciones y escandalosas claudicaciones. Sobre sus tumbas, que unos olvidan, otros ignoran, otros traicionan y algunos defienden, han crecido árboles y rosas y son ya el pecho entrañable de la tierra dulcemente callada que nos interpela para que no se nos vaya la vida con la amargura de no haber seguido con valentía y dignidad la gloria inmarchitable de su ejemplo.
Y la única institución que puede salvaguardar la dignidad y la memoria de 40 años de la vida de España es esta Fundación que, como un Alcázar de Toledo, ha resistido los más feroces ataques en estos 46 años y que el Gobierno del Frente Popular ha distinguido como el enemigo a batir porque representa un estorbo en sus propósitos totalitarios.
Una Fundación que, si hace 30 años -cuando decidí unirme a ella- languidecía de forma penosa por falta de recursos económicos y el declive físico de sus fundadores, hoy aparece briosa y combativa, con más recursos humanos y materiales y una ilusión renovada por el imperativo moral que supone defender la verdad y el legado de nuestros mayores. Es esa exigencia la que debe interpelar a millones de españoles a no dejar que derriben la última bandera de la dignidad capaz de hacer llegar a las próximas generaciones la verdad de una de las etapas más prósperas y felices de nuestra historia.
Pero ese milagro de ver aún en pie la Fundación, no ha sido fruto de la casualidad, sino del esfuerzo e ilusión que desde un primer momento pusieron personas como Joaquín Gutiérrez Cano o mi padre; Agustín Castejón, Pedro González-Bueno, Félix Morales, Jaime Alonso, Ramón Moya, Emilio de Miguel, el General Coloma, Pituca, Mila y muchos otros, y cómo no, de mi querido General Chicharro que pudiendo elegir la comodidad de un retiro pacífico, no rehusó ocupar el puesto de mayor esfuerzo y sacrificio cuando el fuego enemigo arreciaba, el silencio amigo nos ahogaba y pocos estaban dispuestos a poner su cara para que se la partieran en defensa de la verdad.
Podrán atacarnos y ridiculizarnos; podrán amedrentar a mesones, hoteles y restaurantes para rehusar cancelar nuestras celebraciones; podrán asustar a clérigos medrosos para que se excusen a la hora de ofrecer misas por nuestros muertos; podrán ilegalizarnos y encarcelarnos, pero jamás podrán arrebatarnos el privilegio y el honor de haber estado en la primera línea del combate por el bien y la verdad y en defensa de lo único importante, España, a cuyo servicio dedicó toda su vida Francisco Franco y todos los que, bajo sus órdenes hicieron posible el resurgir de nuestra nación.