Se acabaron las inclusas, por Waldo de Mier

Waldo de Mier

La Herencia Pág.21

 

Fue Carlos Dickens, en su «Oliver Twist», quien puso de manifiesto ante la asombrada sociedad victoriana de su tiempo la horrible existencia de los niños residenciados en una institución benéfica del tipo de lo que fue, hasta que la «oprobiosa» acabó con ella, la inclusa madrileña. Escenas como las de Oliver adelantándose a solicitar con tono humilde y lastimero: «Por favor, un poco más, señor», ante el feroz vigilante del comedor, pudieron haberse dado también con realidad dramática en aquella clase de instituciones como la dickensiana o la inclusa donde se recogían a los niños abandonados por sus padres.

La inclusa madrileña tenía un muy antiguo origen. La primera inscripción de un niño abandonado y recogido por esta institución que figura en sus libros de registro perfectamente conservados data de 1505. Joan Corominas, en su «Breve Diccionario Etimológico de la Lengua Castellana», dice que el origen de la palabra «inclusa» entendida como denominación de «casa de expósitos», arranca del año 1734. Pero el nombre propio de la inclusa madrileña es del año 1650. Según una tradición no enteramente probada, dice Corominas, este nombre de inclusa alude a una imagen de la Virgen traída en el siglo XVI por un soldado español de la ciudad de L’Ecluse, nombre francés de la ciudad holandesa de Sluis; esta denominación, en ambas formas, viene del latín «exclusa», y en francés «ecluse», «exclusa», que vertido al castellano antiguo dio «enclusa».

Desde el siglo XVII, en que la inclusa se situó en la madrileña calle de los Embajadores, hasta los primeros años veinte de este siglo, en que se trasladó la sede de la institución a su actual lugar en la calle de O’Donnell, por la inclusa madrileña pasaron miles y miles de niños abandonados. Pedro de Répide, en su monumental obra «Las calles de Madrid» al hablar de la calle de Embajadores, cuyo origen se remonta a una especie de diáspora diplomática con motivo de una peste en tiempos del rey Juan II, señala las numerosas protestas del vecindario por el espectáculo inhumano y denigrante del torno por donde eran introducidos los niños en la inclusa. Este torno, cuando arreciaban las protestas del vecindario se clausuró más de una vez. Pero únicamente, hasta que en tiempos del general Primo de Rivera, en que el doctor Muñoyerro convenció al paternal Dictador de que se trasladase la institución a un edificio de nueva construcción más humano y digno, el torno no dejó de funcionar. Por ese torno penetró un día el niño Eloy Gonzalo que, como soldado de la guerra de Cuba, ha llegado a poseer en una plaza de Madrid una estatua que inmortaliza su heroísmo en aquella campaña colonial española.

Fue entonces, con ocasión del traslado de la vieja y cochambrosa inclusa de la calle de Embajadores, cuando empezó a humanizarse el trato que los celadores y maestros daban a los expósitos allí acogidos. Más tarde, al hacerse cargo de la institución el director de la misma, doctor don Javier Matos Aguilar, éste, personalmente, arrancó el rótulo de «Inclusa de Madrid. Por este portal se entregan los niños» que denigraba tanto como el antiguo torno de la calle de los Embajadores.

Con tintes tan dramáticos como los de Dickens, los novelistas españoles han descrito inclusas de otras ciudades como las de Madrid. Incluseros fueron muchos de aquellos personajes de la literatura llamada de cordel y que recuerda Pío Baroja en sus «Memorias». Inclusero era término despectivo aplicado a los niños expósitos. No debía parecerle tanto a un torero que se hacía llamar así en sus contratos y en los carteles. Pero autores como Galdós o como Palacio Valdés, y no digamos el de los folletinistas de la época, incluso Valle-Inclán, cuando escribió su versión de «Alma de Dios» sacándola del sainete de Carlos Arniches, tan acusada luego de plagio, tomaron a los infelices incluseros como tipos para añadir sombras tétricas humanas en sus páginas de literatura realista.

Ya cuando su traslado a la calle de O’Donnell, desde que el doctor Matos Aguilar cambió el nombre de Inclusa por el de «Instituto Provincial de Puericultura de Madrid», todo fue transformándose en lo que se conocía por inclusa. Empezó por ir disminuyendo la mortalidad de los internos y por disminuir también la de los ingresos de niños. Desde 1944, en que hubo, por ejemplo, 1.485 ingresos con 418 fallecimientos, se pasó en 1972 a únicamente 219 ingresos con tres defunciones.

Este mismo fenómeno de desaparición de la vieja inclusa madrileña se fue dando en casi todas las capitales españolas. Hace más de veinticinco años Santander trasladó su propia inclusa miserable y vil de la vieja y perediana calle del Alta a lo que hasta entonces había sido magnifico y lujoso colegio Cántabro, frente al complejo clínico de la Casa de Salud Valdecilla. Todo se transformó, en aquellos todavía difíciles y encercados años de la paz de Franco, en la nueva institución puericultora, empezando por la expulsión de los feroces vigilantes que castigaban con crueles castigos corporales a los desgraciados internados, y finalizando por la implantación de modernos métodos pedagógicos. Más que un centro benéfico de caridad pública, parecía un colegio de pago, con sus grandes jardines, sus amplios espacios, su pulcritud y orden perfecto.

Ahora, este «Instituto Provincial de Puericultura» de Madrid que ha borrado para las nuevas generaciones españolas, y en especial las madrileñas, el recuerdo torturante de la inclusa, viene a ser como un símbolo de estas instituciones que en España —la que nos dejó Franco— han relevado a los miserables antros incluseros de otros tiempos. 


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