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Hermandad Nuestra Señora Santa María del Alcázar
La familia de Dª. Carmen Gutiérrez Duque ha tenido la gentileza de enviarnos su testimonio de la voladura del Alcázar, visto desde fuera, y con el dolor de saber en su interior a los suyos.
Agradecemos a su familia el habernos enviado este documento.
LA MINA: TESTIMONIO
Corría el verano de 1936, comienzo de la guerra civil española. Eran los primeros días del mes de septiembre. En Toledo, el Alcázar seguía erguido y valiente, con su figura desafiante a los miles y miles de obuses que le caían de día y de noche, desde las dos posiciones de artillería que estaban situadas en Los Alijares y en Pinedo.
El ejército republicano o “rojo” no sabía como atacar la fortaleza y, sobre todo, como quebrantar el valor de sus defensores…hasta que se les ocurrió la idea de la mina, es decir poner dinamita debajo de sus espléndidos muros. Mineros de Asturias la perforaron.
Por Toledo corrió la noticia. Quedamos horrorizados. ¿Qué iba a ocurrir con aquellos valientes defensores? Los ánimos estaban muy exaltados porque, aquellas cuadrillas de criminales que actuaban con impunidad, ya habían fusilado varios centenares de toledanos, algunos incluso delante de nosotros. ¡Terrible espectáculo!
Con altavoces los milicianos amenazaban a los defensores del Alcázar gritándoles que con la mina iban a morir todos y que se rindieran.
El día 17 de septiembre los atacantes realizaron los últimos preparativos. Toda la tarde estuvieron pasando por la calle de Tornerías (donde vivíamos) coches de turismo transportando la carga de dinamita, para colocarla en los puntos adecuados de las minas ya finalizadas. ¡Que angustia y que desasosiego nos produjo tal realidad! ….y empezamos, como en tantos otros momentos, a rezar con todo fervor.
Más tarde, de noche, empezaron a llamar casa por casa, avisando que iba a volar el Alcázar y quizá todo Toledo; y que había que vaciar la ciudad. Otra zozobra ¿Qué hacer? Por fin decidimos ir con la única familia amiga que nos brindó ayuda.
Salimos de casa pues. Yo era una niña de 16 años. Me acompañó nuestra empleada de hogar, una mujer pequeñita, fiel y valiente como ella sola. Fuimos a un lugar más alejado del Alcázar, porque nosotros vivíamos muy cerca de la fortaleza.
La situación era espantosa: milicianos alocados y enfurecidos por el odio, parapetos, armas, desorden, suciedad. Las calles resultaban intransitables.
La familia amiga nos recibió con cariño y nos propusieron, por prudencia, ir juntos a otra vivienda aún más lejos. Volvimos por mamá y el pequeño y emprendimos el camino a una casa detrás del Instituto.
En el recorrido ocurrió algo que me ha quedado profundamente grabado. Había unos milicianos parados viendo a la gente que salía de la ciudad y uno de ellos gritó con todas sus fuerzas al hijo de nuestros amigos:” ¡Adiós Juanito!”. Este se quedó atónito, y al momento el mismo miliciano comentó con su camarada: “Estos salen. Veremos los que vuelven”.
Y era verdad. La maniobra fue esa. Hicieron abandonar a todos sus casas, los sacaron por las puertas de la ciudad amurallada y, al volver ya de día, seleccionaron fácilmente a los pocos toledanos católicos y españoles que quedaban…
Por fin, escapando de la marcha hacia fuera de la ciudad, caminamos por las tortuosas calles de Toledo hasta llegar a la casa de detrás del Instituto. Era grande, y nos instalamos. Nadie podría imaginar que allí quedaban habitantes.
Nos acoplamos a lo que encontramos: unas camas para los mayores y el niño pequeño, y unas sillas para los jovencitos.
El silencio de la noche en una ciudad vacía se hizo sentir inmediatamente. ¡Que impresión tan extraña, ni un solo ruido, ni una tubería, nada! ¡No lo puedo olvidar!
Cansados de la silla e impacientes por saber que pasaba, los jóvenes tratamos de averiguar lo que estaba ocurriendo fuera. Subimos por una escalera que daba a la terraza, no para asomarnos por allí, puesto que un bulto suponía un objetivo y nos podía costar caro. Aprovechamos un ventanuco que había en la escalera, y que tenía justo la orientación deseada para ver el Alcázar. Estaba empezando a amanecer, pero la mañana era triste, llovía y los obuses caían incesantemente sobre la parte de la fortaleza que los rojos no iban a volar. ¡Que estrategas! Pero dentro la Divina Providencia velaba por ellos.
Bajamos de la terraza después de estar contemplando un buen rato tan impresionante y horrible espectáculo. No habíamos puesto los pies en el piso, cuando sonó un estruendo espantoso. Tembló todo, las vidrieras se abrieron haciéndose añicos los cristales y vimos caer, al tejado y al patio, multitud de cascotes, objetos extraños y miles de cosas.
No cabía la menor duda: la mina había estallado. Por segundos no lo presenciamos en directo.
La confusión siguió. ¿Qué ha pasado? Mamá, la pobre, no podía más de dolor. Habían fusilado a su hijo de 22 años el día 23 de agosto, y ahora el Alcázar volaba con papá dentro. Los amigos quisieron aliviarla y decían: “Fue un obús que cayó cerca. No pasa nada”.
Pero, no tardando mucho, la gente que había salido de la ciudad volvía y contaba lo que había sucedido. ¡Horror! Una amiga toledana, que llegaba llorando angustiada, dirigiéndose a mi, dijo:” Carmen, a Sagrarito la estaban matando junto a su madre y su tía”. “¿Qué me dices? ¿Es posible?” “Y tan posible. Las mujeres arpías las empezaron a golpear, pinchar, tirar de los pelos, martirizándolas y dejándolas moribundas tiradas en la cuneta. Unos milicianos que las vieron, compadecidos de ellas e increpando a las agresoras, las dieron el tiro de gracia”. Sagrarito era la Presidenta de Falange Española, la joseantoniana, la primera, la de entonces, la verdadera.
A eso de la hora y media mamá quería saber que había sido de nuestra casa. Se encontraba incómoda, sin poder exteriorizar su dolor, entre tanta gente como llegaba. Y allí fuimos otra vez, la fiel empleada y yo, a ver que ocurría. Salimos. Toledo parecía una ciudad que hubiera sufrido un terremoto. Cristales rotos, polvo en cantidad, cascotes, canalones colgando. Seguimos por la calle Alfileritos que parecía más resguardada. Se oían tiroteos y bombazos en abundancia. Y ¿qué vimos? Turismos, pues las ambulancias no cabían por esas calles, con heridos y más heridos que llegaban a los puestos de socorro de primera línea instalados en dicha calle; y muchos milicianos, portando los fusiles y correajes que muy nuevos y pomposos habían estrenado la víspera (regalo, según dijeron, de Méjico), sucios y llenos de sangre.
No pude disimular mis sentimientos y le dije a mi compañera: “Mira, no pueden con ellos, todavía se defienden”.
Llegamos a casa. Los vecinos estaban apuntalando la puerta de entrada, que como todas las del edificio había saltado de cuajo. Los muebles, movidos por la onda expansiva, estaban en cada habitación en un rincón, los cristales rotos, los balcones abiertos, y varios centímetros de polvo habían empezado a posarse en el suelo.
Volvimos con los amigos a su casa y les contamos todo lo que habíamos visto.
La noche siguiente la pasamos con ellos descansando sobre colchones en el suelo, pero sin poder dormir por el ruido tenebroso de la batalla. Después de la mina atacaron cuatro veces más intentando tomar el Alcázar. Llegaron a quitar la bandera nacional y poner la roja, pero al momento se logró arrancar esta y reponer la de España. Los milicianos llegaron a pisar el patio. La lucha fue cuerpo a cuerpo.
Al día siguiente salimos para volver a casa. En el portal de los amigos oímos a una mujer que se lamentaba diciendo: “El que logra subir al Alcázar, no baja”. Aquello me dejó más tranquila. Definitivamente: ¡No pueden con ellos!
Dª. Carmen Gutiérrez Duque