Carrillo, símbolo de una democracia cada vez más fraudulenta, por Pío Moa

 
 
Pío Moa 
La Gaceta
 (Prólogo a Franco para antifranquistas)
 
 
 
   El  16 de marzo de 2005,  diversos políticos, comunicadores, periodistas, cantantes y otra gente significada, hasta 400,  homenajearon en un hotel madrileño a Santiago Carrillo,  ex jefe del Partido Comunista con motivo de su 90 cumpleaños. La figura principal y más representativa fue el presidente del gobierno, Rodríguez Zapatero,  que abrazó al viejo líder y lo calificó de “ejemplo”;  “Esta es una mesa larga y unitaria”, dijo a Ibarreche, político que no oculta  su ambición separatista, dirigente del PNV fundado por Sabino Arana,  racista  violento bien explícito en sus escritos. Juan José  Ibarreche aseveró que él y toda la sociedad vasca aprecian a Carrillo por su trayectoria política.  Asistió el político Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón — premio Sabino Arana–,  ministros de Rodríguez,  empezando por la vicepresidenta,  junto con ex ministros y líderes autonómicos como Jordi Pujol o Juan Carlos Rodríguez  Ibarra, que calificó al festejado como “patriota que se sacrificó por la democracia”; José Barrionuevo, relacionado con el terrorismo del gobierno de Felipe González,  periodistas como Fernando G. Delgado, cantantes como Víctor Manuel, Ana Belén o Joaquín Sabina… El rey, designado por Franco,  hizo llegar una misiva transmitiendo su respeto y su amistad “fraguada durante muchos años”, al anciano comunista que había manifestado”La pena de muerte a Franco, yo la firmaría”. El entonces  ministro de Defensa  José Bono, ausente,  le remitió un soldadito de plomo, quizá en recuerdo del maquis.       
 
   Organizaron el festejo los periodistas María Antonia Iglesias, cristiano-socialista, e Iñaki Gabilondo, este último el comunicador más  afamado del grupo mediático PRISA e inventor o difusor del bulo de los terroristas suicidas en los trenes de la matanza del 11-m. No faltaron personajes de derecha y ex falangistas, como Rodolfo  Martín Villa; ni  Gregorio Peces Barba, intelectual-político socialista  encargado por entonces de silenciar a la Asociación de Víctimas del Terrorismo a fin de  facilitar los tratos del gobierno con la ETA, bajo el título paradójico –o acaso burlesco–  de “Alto Comisionado para el Apoyo a las Víctimas del Terrorismo”. Varios admiradores, periodistas como Susana Olmo, Amalia Sánchez Sampedro, María Antonia Iglesias e Iñaki Gabilondo, regalaron a Carrillo un libro de recortes de prensa con la firma de los asistentes: Noventa años de historia y vida.     
 
   Ya entrada la noche, la fiesta culminó con la retirada de la estatua de Francisco Franco del edificio madrileño conocido como Nuevos Ministerios, lugar donde permanecen las estatuas de los socialistas Indalecio Prieto y Francisco Largo Caballero, principales jefes de la guerra civil de 1934.  Un nutrido grupo de homenajeantes acudió  alborozado a presenciar  dicha retirada, entre ellos el cantante Víctor Manuel,  que en su juventud había compuesto una canción dedicada  a “la paz de Franco”.    
 
   El homenaje a  los “noventa años de vida e historia”  de Carrillo, coronado por el ultraje a Franco, simbolizan inmejorablemente  una nueva situación política en España. Para entenderla, resumiré aquí esa larga  trayectoria del primero,  por lo demás bien conocida de todos los admirados  asistentes a su gran fiesta de aniversario.      
 
   Santiago, hijo de Wenceslao Carrillo, un dirigente  del PSOE,  era en 1933-34, con diecinueve años, uno de los jefes de la Juventudes Socialistas, las cuales, a juicio del también socialista Prieto,  realizaron acciones intolerables. Estas acciones consistieron  en el asesinato de algunos miembros  del partido derechista moderado CEDA, que no replicó del mismo modo, y de  varios militantes falangistas, hasta provocar las represalias de estos. Como líder de dichas juventudes, cuyas publicaciones llamaban abiertamente a la máxima violencia, participó en  el comité secreto del PSOE encargado de preparar una insurrección considerada textualmente guerra civil, con el fin de aplastar la república burguesa  e imponer  una dictadura semejante a la soviética de Stalin, como también proclamaban sin vacilación.     
 
   Vencida la insurrección, Carrillo, desde la cárcel, se acercó más a los comunistas y exigió “bolchevizar” el PSOE, es decir, convertirlo en un disciplinado aparato para tomar el poder por la fuerza cuanto antes. Tras reanudarse la guerra en 1936,  pasó al PCE, organización por completo dependiente de Moscú (y orgullosa de ello). El PCE aprovechó las circunstancias bélicas para crearse rápidamente un aparato militar (el Quinto Regimiento)  que le permitiera prevalecer sobre sus aliados del Frente Popular, y para organizar, junto con el gobierno y los demás partidos de izquierda, un terror mortífero contra las derechas y, a veces, también contra sus aliados.   
 
   Carrillo se dedicó  a la segunda tarea, y cuando ocurrió la batalla de Madrid, en noviembre de 1936, presidía el aparato represivo de la Junta de Defensa de la capital. Ha sido acusado, por ello, de numerosos asesinatos y en especial de la mayor matanza de toda la guerra, realizada en Paracuellos del Jarama y otros puntos de la provincia de Madrid. Carrillo ha alegado durante mucho tiempo ignorar  tales hechos y hasta el nombre de Paracuellos; pero recientemente su memoria mejoró, y afirmó “haber hecho todo lo posible para evitar la matanza que se produjo –según él—cuando grupos incontrolados  asaltaron un convoy de militares prisioneros”. Mejora parcial, porque la matanza no tiene los rasgos de la improvisación de supuestos incontrolados –que casi nunca lo fueron—, sino los de un planeamiento cuidado, de estilo soviético;  y no se trató de un convoy de militares prisioneros, sino de todo tipo de gente, incluidos adolescentes, prácticamente niños. Los testimonios del diplomático Félix  Schlayer, las investigaciones de Ricardo de la Cierva, César Vidal, José Manuel Ezpeleta, las del mismo Ian Gibson, que dice “comprender” la masacre, etc.,  apuntan claramente a Carrillo. A duras penas podría ser de otro modo estando él a la cabeza del orden público, que en aquellas circunstancias no significaba otra cosa que la aplicación del terror;  sin olvidar su  considerable experiencia  en  la dirección de actos terroristas desde 1934. Recientemente un historiador pro comunista,  Jorge Martínez Reverte, ha querido desviar la responsabilidad hacia los ácratas — una  tradicional táctica del PCE–, pero ha sido desmentido, y fue en esta ocasión  el anarquista Melchor Rodríguez quien detuvo las matanzas asumiendo un serio riesgo personal. Las excusas, justificaciones, pérdidas de memoria  y cambios de opinión de Carrillo hablan por sí solos, y  hay muy pocas dudas sobre su responsabilidad. Los asistentes al homenaje conocían perfectamente  esta faceta del antiguo jefe de las Juventudes Socialistas.    
 
   Terminada la guerra española con la derrota de los suyos,  el homenajeado pasó la mayor parte de la guerra mundial en América, desde donde trataba, en vano, de organizar nuevas acciones en la España de Franco. Su mejor ocasión llegó hacia el final de la contienda en Europa, cuando casi todo el mundo esperaba la caída del dictador gallego. Entonces Carrillo, ya un destacado jefe comunista, dirigió desde Francia el maquis que  intentaba explotar las muy favorables circunstancias internacionales y el presumible descontento dentro de España para reiniciar la guerra civil, con la natural esperanza de vencer esta vez. Las guerrillas debían cundir  por el país,  desestabilizar al régimen  y provocar una intervención de los Aliados en último extremo. También este proyecto volvió a fallar, no sin dejar varios miles de muertos.     
 
   La derrota del maquis obedeció, ante todo, a su escaso apoyo en la  población, indicio de una considerable popularidad del régimen a pesar de las duras condiciones de vida existentes. Además, el terror practicado por los comunistas durante la guerra civil contra sus propios aliados, para meterlos en vereda, dificultaba la captación de gente de otras tendencias. Por las armas, pues,  no había salida.    
 
   La realidad impuso un cambio de táctica y, con la anuencia de Stalin, el PCE  volvió a la línea, antaño provechosa, de los frentes populares: infiltración en los sindicatos, las universidades,  el mundo artístico, empleo masivo de la consigna de “libertades”, de  “reconciliación nacional” y de una retórica de paz, con objeto de atraerse a sectores descontentos y llegar a una “Huelga Nacional Pacífica”, dirigida por los comunistas, pero en la que debía participar casi todo el país. Consignas poco sugestivas para la población, pues casi todo el mundo consideraba la guerra cosa pasada, ya había paz y reconciliación para la gran mayoría, y  las libertades, en boca de los comunistas, convencían a pocos.     
 
   Por ello los progresos del PCE, plenamente mandado por Carrillo desde mediados de los 50, fueron muy lentos; aunque no inexistentes, sobre todo cuando logró hacerse con las Comisiones Obreras, independientes en teoría pero en la práctica férreamente controladas por los “carrillistas”. Las maniobras de Carrillo para hacerse líder indiscutible incluyeron las habituales purgas, a veces  asesinatos de “camaradas” desafectos,  y provocaciones diversas, como han expuesto Líster y otros.     
 
   Próxima la muerte de Franco, el PCE seguía siendo pequeño, con  menos de 10.000 afiliados; pero era el único con una organización algo seria y disciplinada,  que podía jactarse de haber llevado a cabo una lucha sostenida contra el régimen de Franco y de haber sufrido más cárceles y sacrificios. Para ampliar sus alianzas, Carrillo formó la Junta  Democrática,  y el PSOE, que renacía con todas las bendiciones de la burguesía como rival del PCE, fundó la Plataforma de Convergencia Democrática. Junta y Plataforma. A ambas les unía un rechazo frontal al franquismo, a Juan Carlos I y a las reformas democráticas planteadas desde la dictadura, frente a las cuales alzaban la bandera de la “ruptura”, para enlazar legal  e ideológicamente con el Frente Popular.  Durante el año 1976,  en situación práctica de libertades, Junta y Plataforma coordinadas desplegaron una intensísima y bien financiada agitación, que sin embargo no les dio el resultado apetecido y fracasó, una vez más.   
 
   Carrillo había inventado con otros partidos correligionarios el “eurocomunismo”, distanciándose algo de Moscú en una versión ampliada de los frentes populares y sin dejar la ideología marxista. Pronto comprendió que su partido y la oposición carecían de fuerza suficiente para liderar los cambios, y, más alarmante aún, que el franquismo pensaba legalizar al PSOE, pero vacilaba en hacerlo con el PCE, mientras Felipe Gonzáles no hacía ascos a  mantener a su competidor comunista fuera de la ley. Ante tal debilidad y  tal amenaza, Carrillo dio ejemplo de moderación: como la mayoría de los demás, aceptó la reforma auspiciada por los franquistas, incluida la monarquía de Juan Carlos y la bandera tradicional, bajo la que había sido vencido el Frente Popular. Fue legalizado, y la ruptura –sostenida después por la ETA y otros grupos terroristas o extremistas—quedó como un sueño inalcanzado, aunque quizá  alcanzable  algún día.       
 
   La democracia condujo con bastante rapidez a la crisis del PCE y del propio Carrillo: su invocación a su larga lucha contra el franquismo atrajo a pocos votantes. El gran beneficiado fue  el PSOE, que no había combatido a la dictadura, había sido tolerado por ella en sus últimos años, y gozaba del apoyo financiero y mediático de importantes fuerzas españolas y extranjeras. El homenaje al ex dirigente comunista cobraba así un tinte de  irónico desagravio: durante el franquismo él había representado la única alternativa  política real (que quizá por ello no llegó a realizarse)… para verse burlado al final por los representantes de la dictadura y por unos socialistas que habían colaborado con ella, activa o pasivamente.  Y que ¡en 2005!, treinta años después de muerto el dictador,  exhibían una combatividad antifranquista nunca antes vista.      
 
   Sin estos datos,  hoy tan a menudo olvidados o tergiversados, no entenderíamos la historia reciente.  ¿Qué significaba la fiesta a Carrillo y la retirada de la estatua de Franco en aquel aniversario redondo?  Ni más ni menos que la vuelta a aquella ruptura frustrada durante la transición, y que los festejantes consideraban  posible, por fin,  con un gobierno surgido en buena medida del manejo de la matanza del 11-m,  manejo que desvió del terrorismo islámico la culpa del crimen para descargarla sobre Aznar y el PP.  Se trataba de una “segunda transición”, aunque el término dejó de usarse pronto. La primera transición había sido desde el franquismo a la democracia; la segunda, sería desde la democracia a otra cosa, y esa otra cosa la simbolizaban  mejor que nadie Carrillo y un presidente que se declaraba “rojo”, palabra tan reveladora.     
 
   El homenaje está ligado a la entonces prevista ley conocida como de Memoria histórica, instrumento para imponer a la sociedad una visión determinada del pasado, a las “negociaciones” con la ETA a costa del estado de derecho,  de la Constitución y de las víctimas directas con el supuesto fin de conseguir una “paz” ya existente desde 1939;  se liga  al ensalzamiento del Frente Popular y de Juan Negrín, a la actitud comprensiva hacia dictaduras como la de Fidel Castro al extraño juicio por la matanza del 11-m  y a otros fenómenos bien conocidos.    
 
 
   Son sorprendentes las pasiones  que sigue levantando la figura del viejo Caudillo  más de treinta años después de su muerte, y la dificultad de reconducir el debate a un plano más objetivo y centrado en los hechos. Pasiones  sostenidas a menudo por una crasa ignorancia sobre nuestro pasado reciente, pero que subrayan al mismo tiempo la importancia de la “cuestión Franco” para afrontar nuestro futuro con la calma y perspectiva  necesarias.