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César Alcalá
Con el título de “Carmen Miedes Lajusticia. Protomártir de Toledo en la moderna persecución”, el dominico Luis G. Alonso Getino escribió en 1938 un opúsculo que publico en “Vida Sobrenatural”. En sus primeras líneas podía leerse: “Entre los ejemplares de vida sobrenatural de estos tiempos hemos de recoger con especial predilección los de nuestros mártires, en los cuales hemos de buscar una muerte heroica, no una vida heroica, que tampoco les exige la Iglesia, aún siendo manifiesto que, con frecuencia, la aureola del martirio remata y abrillanta una ejemplarísima existencia”.
La doctora Carmen Miedes era conocida especialmente entre las clases pobres a las que gratuitamente visitaba. Por una ironía de la vida, los directivos del Frente Popular señalaban como víctima preferida a la mujer más estimada entre las clases populares.
Registrando los milicianos la casa de una amiga suya, la amenazaron con la muerte si llegaba a ocultar en ella a la doctora, y replicándoles que en Toledo había por entonces acuerdo de no matar ninguna mujer, le replicaron:
-Excepto esa.
Los dirigentes rojos habían acordado su fusilamiento inmediato, temerosos de que una conmoción popular reclamase su indulto.
Carmen había nacido en Madrid el 28 de junio de 1902. Su padre Mariano Miedes Clemente era natural de Calatayud (Zaragoza); su madre, Petra Lajusticia Sanjuan, era de Tudela (Navarra). Fue bautizada en la parroquia de Santa Cruz en la madrileña calle de Atocha.
Mariano y Petra tuvieron siete hijos. Cuando acontecen los desafortunados sucesos de la guerra civil llevaban ya treinta años dirigiendo una droguería en la ciudad de Toledo. Don Mariano había ejercido en tales oficios desde niño. Afirma el padre Getino que Doña Petra “se convertiría en un retablo de dolores pintado por los milicianos republicanos” pues a los pocos días de estallar la guerra sería asesinado su esposo y perdería después a cuatro de sus hijos.
Carmen estudió en el llamado Colegio de Santa Fe (que por entonces se hallaba en el Miradero) de las Madres Comendadoras de Santiago. De allí pasó al Instituto. Por no contrariar a sus padres cursó la carrera de Farmacia, pero sintiendo por la medicina una inclinación invencible, decidió ponerse a estudiar ambas carreras. Que cursó regularmente, sin perder cursos, con algunos sobresalientes en las más difíciles y una matrícula de honor. Carmen tenía que ser médico, y médico fue en los años reglamentarios, dejando inconclusa la carrera de Farmacia.
Tiempos tormentosos sufrió Carmen Miedes mientras preparaba su licenciatura y posterior doctorado en la Facultad de San Carlos. Tiempos en que los estudiantes no católicos crearon la Federación Universitaria Española que protagonizó conflictos callejeros, pintadas y reparto de panfletos… aspirando a un monopolio de privilegios escolares que en gran parte logró, tratando así de aplastar a los restantes grupos; aunque, a pesar de ello, a última hora incluso luchaba contra las mismas autoridades civiles y académicas, convirtiendo los claustros universitarios de Atocha y San Bernardo en fortín de resistencia armada.
Carmen que, por figurar entre los estudiantes católicos, tuvo que sufrir la malquerencia de Recasens, Negrín y sus congéneres, se abstuvo de participar en las algaradas universitarias. Estudiar, estudiar y estudiar era su lema y su preocupación. ¡A buen lugar había ido a parar sostener tan austeros ideales!
Residía, como interna, en la Institución Teresiana, a la sombra benéfica de aquel gran pedagogo y mártir que fue san Pedro Poveda. Al lado de la Universidad de San Carlos, en la calle de la Alameda, erigió dicho sacerdote un centro para jóvenes normalistas y universitarias, entre las cuales cayó Carmen como pez en el agua. Por su valía se la tenía muy en cuenta. Era curioso ver cómo se desdoblaba la personalidad de Miedes Lajusticia, según que actuase en el Instituto Teresiano o en la Universidad: en el Instituto era expansiva, confiada, centro de animación, cabeza de tertulia; en la Facultad severa, adusta.
Finalmente terminó la carrera de Medicina. Para hallar buena acogida en los enfermos, pocos caracteres como el de Carmen: cariñosa, dicharachera, optimista, incansable. Se hacía toda para todos, conservando siempre la nota severa y autoritaria en los asuntos relacionados con la moralidad, pues en esos no admitía subterfugios ni medias tintas.
Abrió su clínica, de notable riqueza instrumental, el día de Santo Tomás de Aquino, patrono de los estudiantes; quiso intervenir en la fundación de la Hermandad de los Santos Cosme y Damián, que tanto bien hizo entre los médicos católicos; y no disimulaba en las visitas mañaneras en confesar a sus enfermos que venía de misa o que iba a oírla.
El primer año de ejercicio profesional tuvo mucha suerte: ni uno de los niños y mujeres que se le encomendaron -por esa época las mujeres médicas no trataban a los hombres enfermos- se le murió. Con lo cual, y con el gran partido que se conquistó entre los pequeños, que no querían separarse de ella, se encontró pronto con las horas del día muy ocupadas, y últimamente hasta con algunas de la noche.
Carmen llevaba a todas partes su espiritualidad. A los enfermos les hacía concebir gran fe en la Providencia, que todo lo puede; y en el médico de la tierra, que debíamos considerar como instrumento del gran médico del cielo. Solía decir a sus enfermos:
-Tenga usted fe en Dios, que me ha traído aquí para curar esa enfermedad que le aqueja… usted se cura con esto y con esto… Cuelgo mi título si no dominamos esta dolencia; haga usted fuerza por la oración, mientras yo hago fuerza con los recursos médicos, etc.
Así levantaba el espíritu de sus enfermos y los sugestionaba con caricias y con regalos. Aún tratándose de personas de otra ideología no omitía la joven doctora el aconsejarles que unieran a los cuidados de la ciencia que ella les proporcionaría, sus oraciones, que podrían lograr una ayuda especial de Dios.
En el ejercicio profesional Carmen era sumamente delicada, esclava de sus enfermos, solícita y diligente, de día y de noche. Atenta con todos, pero especialmente con sus enfermos, a los que llamaba cariñosamente sus hijos. Ellos, a su vez, veían en la Doctora Miedes, un ángel salvador. Los niños enfermos la adoraban y no querían separarse de ella, porque mientras los medicinaba, cambiaba sus ropas, arreglaba sus cunas y los llenaba de halagos y caricias. Cuando se trataba de enfermos desvalidos los consolaba; y si eran pobres no solo no les cobraba nada, sino que los proveía de medicinas, y hasta invertía sus ahorros en proporcionarles alimentos, sin distinguir ideas políticas o religiosas. Ella solo veía necesitados.
Frecuentaba la confesión y la comunión, oía misa casi todos los días, rezaba diariamente el Rosario, y cuando no tenía muchos enfermos, no perdía la visita a la Santísima Virgen del Sagrario. Era también devota de la Virgen del Carmen.
La huelga de camareros toledanos, declarada en agosto de 1934, tuvo repercusión en toda España. Era época de predomino socialista, al que se iban sometiendo, acobardados, los patronos. Los hermanos Moraleda, dueños del bar Toledo, rehusaron someterse a las órdenes que dictaba la Casa del Pueblo, representada por la Sociedad de Camareros. Ésta, al ver que habían logrado independizarse con la adquisición de algún camarero no asociado, acordó la muerte de los Moraleda, y el 23 de agosto, al retirarse del bar a altas horas de la madrugada para su casa, fueron asesinados a balazos cerca de ella, cayendo mortalmente herido uno de los hermanos, del que no tenían los obreros más queja que la de su independencia de la Casa del Pueblo, pues siempre les había tratado bien y era el primero de todos en el trabajo. Sobre todo, no le perdonaban el que, al retirarse ellos, él se bastase redoblando su esfuerzo.
Las once sesiones que duró el juicio fueron de gran tensión para Toledo. Se temía que las personas que habían de testificar en él, acobardadas por las amenazas de los socialistas, eludiesen el declarar y el crimen permaneciese impune. El temor era fundado pues hubo retractaciones y hasta testificaciones tan incompletas, que parecían perjurios.
Carmen Miedes, que velaba aquella noche a uno de sus hermanos enfermo y fue testigo de la agresión desde el balcón de su casa, despreciando las amenazas que a otros amedrentaron, tuvo el civismo de declarar en el Tribunal lo que había visto; y como médico, el de rehacer el crimen punto por punto. Su declaración fue clave para la resolución del crimen.
El 4 de octubre de 1934 los tres asesinos fueron condenados a treinta años de cárcel. Aquel día empezó Carmen su calvario. La insultaban por la calle, la amenazaban y en las manifestaciones públicas socialistas, se pedía su cabeza. Todo Toledo oyó cantar por las calles estas ignominiosas coplas:
“A los presos de Chinchilla
les vamos a regalar
la cabeza de la Miedes
para jugar al billar.
La cabeza de la Miedes
pronto la vamos a ver
colgadita de un farol
en medio Zocodover”.
Tras las elecciones de febrero de 1936 fueron muchos los criminales a los que se les permitió salir de las cárceles. Al llegar a Toledo los asesinos de Moraleda, se les prepararon grandes festejos, uno de los cuales era entregarle a la doctora. Un grupo de ellos se dirigió a la casa de los Miedes; se cantaron versos pidiendo la cabeza de Carmen… pero después de merodear junto a la puerta, de grandes momentos de tensión y de algún que otro insulto, nadie se atrevió a echar abajo la puerta.
El 22 de julio fue la dispersión de la familia. Tres hermanos, Mariano, Luis y Joaquín, entraron en el Alcázar; su madre salió con José y Jaime a buscar un refugio; su padre, dicen que siguió a Carmen de lejos algún tiempo y luego volvió a su droguería, donde encontró la muerte.
Carmen se fue a visitar una paciente. La enferma, sin los cuidados asiduos de un médico, se moría. Rogaron a Carmen que quedara con ellos, que la atendiera, y que no buscara refugio en el Alcázar y se echara la cuenta de que formaba un número más de la familia. Carmen accedió; en pocos días la enferma se curó por completo. Quién iba a pensar que a los pocos días le iban a exigir la salida, por ser su estancia para ellos peligrosa en caso de registro. Finalmente, el día 3 de agosto por la noche, la echaron a la calle, desoyendo los ruegos de una amiga de la doctora que les prometió sacarla de allí en unos días.
Dios quiso para Carmen esta última terrible prueba de ser vendida por los que había acudido a salvar. Sin fuerzas para razonar, sin valor para comprometer a los que la esperaban en sus casas con los brazos abiertos, se fue ella misma, el día 4 de agosto por la mañana, a presentarse al Comité de la Diputación de Toledo, que como no tenía habitaciones libres, la mandó agregarse a uno de los grupos de monjas que había allí detenidas. Ella se incorporó a las de San Juan de la Penitencia. Gracias a eso disponemos de testimonios enteramente fidedignos de los últimos momentos de nuestra insigne mártir.
Con las monjas estuvo, con las monjas comió, con las monjas habló hasta que vinieron a fusilarla. Ellas – reseña el padre Alonso Getino – nos lo contaron todo.
Por ser el día de santo Domingo (entonces se celebraba el 4 de agosto), tres dominicas del convento próximo se fueron por la tarde a acompañar a las monjas de San Juan de la Penitencia y a llevarles ropa para una enferma y unas golosinas para todas. Conocían mucho las religiosas de Santo Domingo el Real a Carmen, que llorando las abrazaba y estuvo en efusiva conversación con ellas hasta que se retiraron.
En una habitación contigua estaban las togas de los abogados de Toledo, que se entretuvieron en registrar. Conoció ella la de su hermano Luis, ya asesinado y la besaba con delirio.
A Carmen le faltaba por rezar algunas oraciones, y con gran edificación de las monjas hizo sus preces de rodillas. Después se sentó a rezar una parte del Rosario que tenía de costumbre, y rezándola la hallaron los esbirros que venían a matarla.
Llevaba Carmen, según dicen las monjas, un crucifijo grande, su compañero inseparable, al decir de algunos familiares; llevaba también un escapulario con los cordones tan a la vista, que se lo advirtieron las monjas. Ella contestó: “Conmigo anduvo siempre y no me lo quitaré, aunque me maten”. Le había prometido el presidente mandarla a cuidar una enferma, cosa que ella recelaba creer. “Me llevarán para matarme”, decía ella a las monjas. “Enséñenme un acto de contrición breve. Y si no, empezaré el Credo, y hasta donde llegue”, añadía.
Al llegar los verdugos armados y al adelantarse uno sin armas, pronunciando su nombre y apellido, ella se levantó y sin decir nada, cayéndosele grandes lagrimones, que indicaban se había percatado del momento terrible, salió tras los esbirros. Eran seis milicianos armados; se pusieron tres a cada lado y salieron a pasos presurosos, no por la escalera principal, sino por una que lleva a la puerta trasera. Por ella la sacaron a la granja, donde las monjas oyeron muy pronto la descarga fatal.
Allí fue asesinada la Doctora Miedes y allí estuvo muchas horas su cuerpo, compadecido de muchos que lamentaban la muerte de quien a tantos había librado de ella, y profanado de algunas miserables mujerzuelas que registraron sus vestidos y exhibían luego como un trofeo lo que en ellos habían encontrado.
A Carmen la condenaron a muerte por no ser perjura, y ella se fue al suplicio con su escapulario, con su Crucifijo, con su rosario, cuando acababa de rezarlo, y musitando el Credo.
Sabia, modesta, laboriosa, caritativa, valerosa, piadosa… le faltaba la gracia del martirio y la acogió aceptando la muerte por ser fiel a Cristo.