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Facilitamos uno de los capítulos del libro La revolución española vista por una republicana, donde su autora Clara Campoamor narra la falta de obediencia de los milicianos frentepopulistas hacia sus oficiales:
“La falta de disciplina acompañaba, como era de esperar, el desprecio por la técnica. Los gubernamentales consideraban a todos los oficiales como insurrectos. Por otra parte estimaban que los oficiales no le eran necesarios al ejército. En consecuencia los milicianos se negaron a obedecer a los pocos oficiales que permanecieron fieles. Nadie pensó en nombrar ni en aceptar un mando único. Cada uno ejecutaba sus pequeñas iniciativas e insistía en combatir recurriendo al personalismo y con independencia. La primera consecuencia de esa desastrosa mentalidad fue la auténtica carnicería perpetrada con toda facilidad por los nacionalistas durante los combates del frente de Somosierra, a las puertas de Madrid. Se ignoraron y despreciaron los principios más elementales de la técnica. Los milicianos corrían a su aire contra el enemigo en terreno descubierto o se agrupaban torpemente durante los bombardeos aéreos y las bombas hacían diana sin esfuerzo. A consecuencia del desorden y de la mediocridad del mando, el fuego de barrera de los gubernamentales alcanzó con frecuencia a sus propios hombres. Otros, surgiendo a destiempo de los refugios donde se escondían, conseguían que los hirieran sus propios compañeros.
Madrid, espantado, vio numerosos camiones trayéndole centenares de heridos, convoyes que evocaban con elocuencia los muertos que quedaron ahí arriba, sobre las rocas.
Esta falta de disciplina era todavía más grave en la medida en que se sumaba a la desconfianza que los milicianos sentían por sus oficiales, desconfianza nacida de la absoluta ignorancia de las necesidades de la técnica. Cada miliciano pretendía ser el juez de la actividad e incluso de las iniciativas de sus oficiales. Un ataque retrasado, una batería mejor o peor colocada, un orden de alto el fuego, con frecuencia fueron considerados sospechosos y a numerosos oficiales los asesinaron en el frente.
Varios oficiales se pasaron entonces a las filas de los insurrectos. Si tenían que morir querían al menos no ser deshonrados.
Estas deserciones de oficiales, que el gobierno mantuvo en secreto, no fueron menos numerosas y por consiguiente sí mucho más importantes que las de soldados. Se produjeron en todas las armas. Los primeros días de la defensa, los diarios no regateaban elogios a célebres aviadores, entre los cuales un amigo del aviador Franco, junto al que había luchado cuando la revuelta antimonárquica de 1930. De repente no se oyó más su nombre. Corrió el rumor de que se había marchado tras el asesinato de su hermano, oficial superior ejecutado por un grupo de milicianos.
Los comunicados del ministerio de la Guerra darán idea de lo que es un ejército sin jefes. Mientras que rara vez se oía hablar de los jefes, se alababa continuamente “la actividad cumplida por la sección al mando del sargento Fortea” o por “aquella mandada por el cabo Díaz” o también “el éxito obtenido por el sargento Mayordomo con dos de sus hombres…”.
Además se exhibía un supremo desprecio por toda dirección y los periódicos proclamaban: “El hombre de la Revolución francesa fue Robespierre, el de la revolución Rusa fue Lenin, el de la revolución española es Juan Español”.
Esta falta de disciplina impidió también al gobierno disponer de ciertos regimientos de provincias para mandarlos a un frente determinado. Estas columnas, sin orden superior, sin consultas previas, exaltadas y mandadas por aventureros, habían decidido por su propia cuenta dejar la Península y lanzarse a la conquista de dominios insulares rebeldes cuya ocupación no tenía ninguna influencia sobre la marcha de las operaciones.
El Sr. Indalecio Prieto, improvisado estratega de la República, mencionó este hecho a finales de agosto en un artículo de Informaciones. Con medias palabras que querían ocultar el penoso fracaso de la expedición del capitán Bayo para reconquistar Palma de Mallorca, Prieto se quejaba de la falta de disciplina del ejército y reclamó un mando único invocando el precedente de los Aliados durante la guerra mundial. Afirmaba que la marcha de las columnas de Bayo hacia Mallorca había dejado el frente Sur desguarnecido.
Hete aquí cómo al cabo de seis semanas de lucha, el jefe efectivo del ministerio de la Guerra se veía forzado a solicitar humildemente de las milicias, en las columnas de un periódico, ese mando único que él debía haber impuesto y del que gozaban los insurrectos desde hacía mucho; ese mando único que el gobierno nunca se avino a nombrar a pesar de tan amargos exordios.
Y el hecho que provocaba estas observaciones del Sr. Prieto era todavía más grave de lo que se atrevía a confesar. Se trataba de lo siguiente: una columna de 1.500 hombres, organizada por el capitán Bayo se embarcó en Valencia dirigiéndose a las islas Baleares que estaban en manos de los sublevados. Se apoderaron primero de la pequeña isla de Ibiza, mal defendida. Cegados por tan modesto triunfo fueron por Palma, la capital de Mallorca. La columna desembarcó en Porto Cristo. Los militares la dejaron avanzar y a trece kilómetros de la costa la derrotaron completamente. Resultado: 300 muertos, 600 heridos y el resto de la columna huyendo en desbandada, tratando de salvarse a nado.
Este penoso fracaso no tuvo siquiera el efecto de incitar a la prudencia a los aventureros milicianos que, sacrificando cualquier utilidad a la gloria de una genial iniciativa, regresaron a Palma con una segunda columna de 1.500 hombres que fue aniquilada por los rebeldes.
Tras esta segunda paliza el Sr. Prieto se quejó amargamente de la anarquía que reinaba en el mando. ¿No podía el gobierno imponer de una vez ese mando único que él se limitaba a preconizar? No, no podía. El gobierno fue, desde los primeros momentos, prisionero de aquellas mismas fuerzas que había desencadenado.
Algunas fotografías de los periódicos de Madrid conservan el elocuente recuerdo de la falta de disciplina de los milicianos. En una ocasión era la fotografía de matrimonios contraídos en las líneas de frente de la Sierra entre milicianos y milicianas, parejas combatientes de las que cabe sospechar que estarían mejor dispuestas para el goce de su felicidad que para hacerse matar en primera línea. En otra ocasión se mostraba a los milicianos de Navalperal otorgando, por su propia voluntad, el grado de general al comandante Mangada, hombre exaltado más rico en buenas intenciones que en conocimientos estratégicos.
Sucedieron al principio otros hechos más graves: dispuestas a aprovechar la estupenda ocasión que se presentaba, todas las mujeres de vida alegre –que la guerra condenaba al paro– desaparecieron de la capital y se infiltraron entre otras que, con un respetable sentimiento y una sincera fe luchaban en el frente en las filas de los milicianos. Es imaginable, en consecuencia, el desenfreno que reinaba en el frente y numerosos combatientes tuvieron que ser hospitalizados.
Se comprende que las llamadas al orden y a la disciplina hayan sido el estribillo de todos los discursos de los hombres con alguna responsabilidad. Los diarios obreros la repetían sin cesar.
Incluso se oía en la boca de los anarquistas. En su emisión radiofónica diaria, la radio de la C.N.T. y de la F.A.I. todavía repetía, el 4 de octubre: «¡Los fusiles, al frente! Nadie tiene derecho a pavonearse en la ciudad con armas que serían más útiles en otro lugar. ¡Apelamos a nuestros camaradas!».
Pero estas llamadas al orden nunca tuvieron mucho éxito ya que la C.N.T. tuvo de nuevo que publicar, el 22 de octubre, la siguiente nota que describe con bastante fidelidad la actitud de las milicias:
¡Hay demasiados bares y cafés en retaguardia; demasiados autos y servicios de guardia; demasiados jóvenes que se pavonean al sol; demasiados vividores que sabotean la revolución; demasiados restaurantes superfluos; demasiada gente que tiene por misión hacer rápidos viajes turísticos; demasiados vagos y desocupados; demasiados milicianos que jamás han militado!
Es un discurso elocuente. Claro que la paga de diez pesetas diarias abonada a los milicianos y milicianas, el hecho de poder presumir en la ciudad y, para algunos, el saqueo y la venganza, eran carnaza suficiente para atraer a las milicias a mucha gente que tenía que haber estado en la cárcel.”
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