La reconciliación y la corona, por Fernando Suárez

 

Fernando Suárez González

Miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas

La Tercera ABC 11 de febrero de 2021

 

En la Ley de 26 de noviembre de 1931, firmada por Manuel Azaña, presidente del Gobierno de la República Española, se puede leer que “las Cortes Constituyentes declaran culpable de alta traición al que fue Rey de España, quien ha cometido la más criminal violación del orden jurídico de su país y, en consecuencia, el Tribunal soberano de la Nación declara solemnemente fuera de la Ley a D. Alfonso de Borbón y Habsburgo-Lorena. Privado de la paz jurídica, cualquier ciudadano español podrá aprehender su persona si penetrase en territorio nacional. D. Alfonso de Borbón será degradado de todas sus dignidades, derechos y títulos, que no podrá ostentar ni dentro ni fuera de España, de los cuales el pueblo español le declara decaído, sin que pueda reivindicarlos jamás ni para él ni para sus sucesores. De todos los bienes, derechos y acciones de su propiedad que se encuentren en territorio nacional se incautará, en su beneficio, el Estado, que dispondrá del uso conveniente que deba darles. Esta sentencia, que aprueban las Cortes soberanas Constituyentes después de publicada por el Gobierno de la República, será impresa y fijada en todos los Ayuntamiento de España y comunicada a los representantes diplomáticos de todos los países, así como a la Sociedad de las Naciones”.

Por mucho que se quiera reconstruir una memoria histórica y democrática, es muy difícil, para un sector todavía amplio de españoles, olvidar esa ley y cualquier joven que no limite sus conocimientos de la Historia a los que parecen quererse imponer ahora como verdades oficiales, tiene que estremecerse ante el resentimiento de los redactores de esa sentencia. Que cualquier español pueda aprehender a otro y que el Estado se apropie de todos los bienes, derechos y acciones de su propiedad, sin más condiciones ni referencia alguna a la judicatura, se compadece mal con los criterios democráticos.

Con ese antecedente, solo a un muy acendrado propósito de reconciliación nacional se pueden atribuir la entrevista del Rey don Juan Carlos I con Dª Dolores Rivas Cherif en Méjico, en 1978, o la visita que acaba de hacer el Rey don Felipe VI a la exposición.-homenaje a don Manuel Azaña. El permanente afán integrador de la Corona se pone de manifiesto en esos actos superadores de enfrentamientos pasados y con la vista puesta en un futuro en el que todos los españoles acepten la común historia con naturalidad y sin utilizarla como arma arrojadiza.

Cuanto más se profundiza en el estudio de la segunda República, mejor se entiende el contraste entre un régimen que se configuró intencionadamente contra media España y el régimen constitucional de 1978, obsesionado porque todos cupieran en él. Los hechos, por lo demás, demuestran al más ofuscado la diferente actitud del protagonista de aquella magnanimidad de los reyes que han representado a España durante los últimos cuarenta y cinco años.

No olvido que don Manuel Azaña pronunció palabras bien distintas el 18 de julio de 1938, cuando terminó un discurso diciendo que el mensaje de la patria eterna dice a todos sus hijos paz, piedad y perdón. Es curioso lo mucho que se recuerdan ahora esas palabras por quienes están bien lejos de aplicarlas a los adversarios del autor. Son ya varias las disposiciones en cuyos preámbulos leemos apelaciones reiterada al espíritu de reconciliación y de concordia, a la necesidad de cerrar heridas, al definitivo encuentro de los españoles y a la voluntad integradora de la Constitución y en cuto articulado se vierten agrias censuras y descalificaciones a sectores amplísimos de esos españoles a los que se dice querer reconciliar.

Es ya permanente el recuerdo de la Guerra Civil con la descalificación implacable de los vencedores y la glorificación de los inmaculados vencidos. Se intenta construir una España hemipléjica, en la que medio país ignore o menosprecie al otro medio, repitiendo errores que tan infaustas consecuencias tuvieron en el pasado. Con buena voluntad, se puede entender y hasta aceptar que autoridades y militantes socialistas acudan a la tumba de su fundador en el aniversario de su nacimiento y canten puño en alto el inspirado himno de la Internacional comunista. Lo que no es entiende es que no haya tumba alguna que se permita hoy visitar, ni cántico conocido que se toleraría hoy entonar a quienes no aceptaron nunca la disciplina del comunismo o del socialismo. Pretender que la Internacional es un himno democrático y simultáneamente considerar fascistas a los millones de españoles que, sin ser fascistas ni de lejos, aprendieron y cantaron el Cara al Sol es una manipulación y un síntoma evidente de la hemiplejia que se pretende. Lo equitativo, lo razonable y lo moderno sería que cualquiera de esas prácticas se considerara un rito histórico y tradicional, sin consecuencia alguna de presente, como la tamborrada de San Sebastián o la fiesta de las Cantaderas en León. Si lo que se pretende es un acto de afirmación frente a los adversarios, no debería extrañar que tales adversarios mantuvieran también sus propios símbolos y canciones, sin que nadie se escandalizara por ello. De otra manera, ¿dónde está la proclamada reconciliación?

Si el actual Gobierno persigue, como dice, cerrar todas las heridas y que los españoles se encuentren definitivamente, debería acompañar a S.M. El Rey don Felipe VI a otra visita, dirigida a cualquiera de los que estuvieron enfrente de don Manuel Azaña. No les van a dedicar ninguna exposición, claro, pero podrían visitar alguna de sus tumbas. Ahora se proponen otro homenaje, esta vez a la Constitución de la República de 1931. Cualquier pretexto cronológico sirve para empeñarse en dividir y en cuestionar las instituciones vigentes que son, por primera vez, las aceptadas por todos.

Por eso tenemos que ser incansables en pedir al Gobierno de España que renuncie a sembrar la discordia, que recuerde a los muchos políticos españoles que se han arrepentido de haberlo hecho y que reflexione sobre si quiere pasar a la historia como constructor de verdaderos puentes de entendimiento o como responsable de provocar reacciones que quizá no sea capaz de contener.

 

 

 

 


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