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Recogemos el importante y esclarecedor artículo escrito por el Diplomático, Ministro de Obras Públicas de Franco y autor de numerosos libros y artículos Gonzalo Fernández de la Mora y Mon (1924-2002). Este trabajo está tomado de Razón Española, nº 138, Julio-Agosto 2006.
Gonzalo Fernández de la Mora
El adjetivo «intelectual» empezó a sustantivarse a finales del siglo XIX y, durante decenios, se escribió entre comillas, unas veces por rubor, otras por ironía y, frecuentemente, por ambigüedad. Los términos de acuñación culta y reciente suelen ser precisos, pero éste, a pesar de su origen académico y de su relativa juventud, es de problemática definición. A mi juicio, el intelectual no es un consumidor de valores, ni un simple razonador, es un creador de cultura y, por ello, es inseparable de una obra objetiva expresa. La condición de intelectual no se supone, se acredita con creaciones. Estos ciudadanos que se autoproclaman intelectuales o que se lo hacen llamar por sus amigos, pero que no han producido nada nuevo y de mérito, no son tales: son comediantes o histriones.
En 1936, Madrid era la capital del Estado y, además, la de la cultura porque era la sede de la Universidad más prestigiosa, de las academias y de las grandes editoriales y medios de comunicación de masas. Por eso, la mayoría de los escritores y artistas destacados se encontraba en la Villa que había sido Corte. Con raras excepciones notorias, la casi totalidad de los intelectuales huyeron de la zona republicana para no ser asesinados como Ramiro de Maeztu, Víctor Pradera, Pedro Muñoz Seca, José Antonio Primo de Rivera, Ramiro Ledesma Ramos, Honorio Maura Gamazo, Manuel Bueno Bengoechea, Melquíades Álvarez y tantos otros. Xavier Zubiri, que estaba en Italia en viaje de novios, ya no regresó y se refugió en París. Salvador de Madariaga se acogió a Oxford. A la capital francesa huyeron también Azorín, José Ortega y Gasset, Manuel García Morente, Ramón Menéndez Pidal y Gregorio Marañón Posadillo, Juan Ramón Jiménez se escapó a los Estados Unidos, Ramón Pérez de Ayala se quedó en Londres. Y Claudio Sánchez Albornoz, salvo breves y furtivas pasadas, permaneció en el extranjero. La única gran figura que se mantuvo en el Madrid republicano y que pronto fue trasladada a Valencia fue Antonio Machado, gravemente disminuido física e intelectualmente, y que como se ha demostrado en otro lugar (Machado en guerra, Razón Española, núm. 11, mayo 1985, págs. 353 a 360), no produjo entonces ni una prosa ni un verso dignos de incluirse en una antología de sus escritos; se limitó a firmar algunos textos panfletarios que no resisten una lectura serena y que devalúan gravemente su figura humana y literaria.
Unamuno se encontraba en Salamanca donde se adhirió al Alzamiento. Escuchó desde el Casino la lectura del Edicto de Declaración de Guerra y salió a la calle donde, sombrero en mano, gritó «¡Viva España, Soldados! Y ahora ¡a por el faraón del Pardo!» El faraón era Manuel Azaña, entonces presidente de la República, que habitaba en el Palacio de El Pardo. El 10 de agosto explica en una carta a un socialista belga por qué «ha cambiado de bando», y se acusa de haberse «equivocado» y «engañado a muchos». El 22 de agosto el Gobierno de Madrid le destituye de todos los cargos y títulos por haberse «sumado de modo público a la facción en armas». A un corresponsal de Le Matin, después de llamar «tirano» a Azaña, le declara: «El Ejército es la única cosa fundamental con que puede contar España». Y le dice al escritor griego Nikos Kazantzakis: «En este momento crítico por el que atraviesa España es indispensable que me ponga junto a los Militares». El 26 de septiembre firma, como Rector, un mensaje de la Universidad de Salamanca a todas las universidades del mundo en el que se denuncia el cruel comportamiento del Gobierno de Madrid y se pide «solidaridad». Falangistas de uniforme llevaron su féretro al cementerio. Entre paradojas, que es como había gustado de vivir la vida, es indudable que Unamuno tomó vehementemente partido por los alzados el 18 de julio.
José Ortega y Gasset, el mismo día en que se inició la Guerra Civil, sintiéndose inseguro en su domicilio, se refugió en el de su suegro, y cuarenta y ocho horas después, en la Residencia de Estudiantes de la calle de Pinar. Allí le obligaron a firmar un manifiesto de adhesión a la República que se publicó el 31 de julio. Su hijo Miguel contó que, si se hubiera negado, lo habrían asesinado. Ortega, fue amenazado desde el diario Claridad, y su esposa pidió protección de la Guardia Civil al presidente del Gobierno, quien se la negó. En los primeros días de agosto, el escritor, gracias a las gestiones de su hermano Eduardo, logró huir a Francia con su familia, si bien sus dos hijos retornaron inmediatamente para alistarse a las órdenes de Franco. La correspondencia con Marañón, publicada por Marino Gómez Santos (Españoles sin fronteras, Barcelona 1983), revela su adhesión al espíritu del Alzamiento y su ferviente deseo de que triunfaran las Tropas Nacionales. En diciembre de 1937 redactó el artículo En cuanto al pacifismo, luego incluido como epílogo a La rebelión de las masas, en el que escribió: «En Madrid los comunistas y sus afines obligan, bajo las más graves amenazas, a escritores y profesores a firmar manifiestos, a hablar por radio». Después de un periodo de estancia en Lisboa, Ortega se repatrió y, bajo la presidencia del entonces Director General de Propaganda, pronunció una conferencia en el Ateneo de Madrid. A su muerte, en 1956, el Ayuntamiento madrileño dio el nombre de Ortega a una de las calles céntricas de la capital, y el sepelio fue presidido por el Ministro de Educación en representación del Gobierno.
Gregorio Marañón declaró: «Hube de comparecer dos veces ante las checas, una de ellas presidida por una mujer, en las tapias de la Casa de Campo; otra vez me llamaron a declarar en el llamado tribunal popular. En el mes de noviembre… el Comité Obrero había prohibido la reedición de uno de mis libros porque en una de sus páginas se leía esto: “Yo, que he sido siempre liberal, gracias a Dios”». Marañón, en unión de su familia, logró huir a Francia en un destructor inglés que le recogió en Alicante la Navidad de 1936. Su único hijo varón se alistó en el Ejército Nacional, y don Gregorio escribe al historiador del arte José Pijoán Soteras: «El mío está en el Frente con Franco, claro». El gobierno republicano destituye a Marañón de todos sus puestos. El 15 de diciembre de 1937 publica en la Revue de Paris su famoso ensayo Liberalismo y comunismo con esta tesis principal. «Que la España roja que hoy todavía lucha, es, en su sentido político, total y absolutamente comunista, no lo podrá dudar nadie que haya vivido allí sólo unas horas». Por entonces escribe Marañón a Menéndez-Pidal: «Si los rojos (ahora y siempre comunistas rusos) ganaran, yo no volvería jamás a España». Y pocos días después añade: «La dictadura; no tenemos derecho a quejarnos de ella, pues la hemos hecho necesaria por nuestra ayuda estúpida a la barbarie roja». Este es el juicio que le inspira la llamada democracia republicana: «Asco, asco, asco infinito, definitivo. ¡Pensar que el ministro de Justicia, Oliver, tiene trescientos años de condenas sobre su cabeza, por delitos vulgares!». Y comentando la respuesta de Franco a Roosevelt, escribe a Menéndez Pidal: «Da gusto oír la voz de España con dignidad». Y en el otoño de 1937 confiesa en una carta a Ramón Pérez de Ayala: «Tenemos tal fe en que la Causa Nacional es la Causa de España, que la mantendría con todas sus consecuencias». En suma, Gregorio Marañón fue un exiliado en la España republicana y un intelectual al que los hechos convirtieron en solidario de la España del Alzamiento.
Claudio Sánchez Albornoz estaba en Lisboa como Embajador de España, cuando Portugal reconoció al Gobierno de Franco. Don Claudio no regresó a Madrid, sino que se refugió en París. Su primera preocupación fue lograr que sus padres salieran de la España marxista, lo que consiguió que hicieran, vía Marsella. En una entrevista ocasional, le confiesa al entonces presidente de la República, Azaña: «La guerra está perdida; pero si la ganamos, por milagro, en el primer barco que saliera de España tendríamos que salir los republicanos, si nos dejaban». En 1938 el Gobierno de Madrid destituye a Sánchez-Albornoz de su Cátedra universitaria. Cuando el gobierno republicano se traslada a la capital catalana, Sánchez-Albornoz escribe a Marañón: «Como católico y liberal me siento solidario de Barcelona». Y en una importante carta fechada el 30 de septiembre de 1938, declara: «No se trata de salvar a los rojos. Si yo creyera que con esas palabras o gestiones podría ayudar al establecimiento del comunismo en España, callaría para siempre». En el exilio bonaerense, Sánchez Albornoz se convirtió en el más españolista de los historiadores españoles contemporáneos, después de su maestro Menéndez Pelayo. España un enigma histórico es un monumento imperecedero.
Gracias a la intervención del librero Hegeroles, Azorín obtiene un visado para huir a Francia por la frontera catalana. Desde finales de 1938, Azorín se pone a disposición de Franco y le dirige una serie de memoriales como presidente del PEN Club de España. Gómez-Santos reproduce el escrito de Azorín a Franco, fechado el 21 de enero de 1939, último de la serie. El escritor propone al Generalísimo la celebración en París de una asamblea para propiciar «la reintegración a la patria de la intelectualidad ausente». Y escribe con reiteración a Marañón para sumarle a la iniciativa. Reinstalado en España después de la Victoria, publica el 10 de octubre de 1941 un artículo homenaje a Franco y el 29 del mismo mes otro de loa a José Antonio Primo de Rivera. La adhesión azoriniana al Estado de las Leyes Fundamentales fue clara hasta la muerte del escritor.
Menéndez-Pidal huyó de la España marxista en el mismo crucero inglés que Marañón, en unión de su hijo Gonzalo. Acogido por la Universidad norteamericana de Columbia, escribe desde allí a don Gregorio: «Creen simplemente en la democracia, sin admitir que eso empieza a naufragar, y que habrá de inventar otras instituciones, democráticas también, es de desear, pero muy diferentes». Reintegrado a España, publica en 1947 su admirable Introducción a la monumental Historia que dirigía todavía en curso de publicación. Y, al final de su vida, da a la imprenta el más españolista de sus libros, El Padre Las Casas, donde se enfrenta enérgicamente con uno de los principales bastiones de la Leyenda Negra. Continuador de la interpretación menéndez-pelayista de España, el reivindicador del Cid ha legado una obra que figura entre los más robustos cimientos del tradicionalismo cultural español.
Cada vez más distanciado del régimen republicano, Ramón Pérez de Ayala dimite en febrero de 1936 como Embajador en Londres y, a los dos meses del Alzamiento, huye de Madrid, protegido por el Embajador inglés que lo embarcó en un destructor británico. En París, el escritor se entrega a la Causa Nacional, y el 29 de junio de 1937 escribe una carta a Franco en que le brinda «adhesión sincera, y después el ofrecimiento de mis servicios». Y añade: «Espontáneamente y por mi cuenta y riesgo, no he cesado un instante de estar sirviendo a usted, hasta donde pude y se me alcanzó». Cuando escribe a Marañón, alude a la España marxista como «aquel infierno» y el 10 de junio de 1938 publica una carta en el Times en la que afirma: «La República española ha constituido un fracaso trágico. Sus hijos son reos de matricidio… He profesado al general Franco mi adhesión, tan invariable como indefectible. Me enorgullece y honra tener mis dos hijos sirviendo como simples Soldados en la Primera Línea del Ejército Nacional». Y, cuando en enero está ya próximo el desenlace de la guerra, escribe a Marañón: «Las cosas en España parecen ir, al cabo, viento en popa, a toda vela. No lo digo por los carazos a la vela de Barcelona, que los veremos pronto carazos a la funeraria». Reintegrado a España, mantuvo la misma actitud política hasta su muerte.
A Baroja, el Alzamiento le sorprendió veraneando en su casa de Vera y, según cuenta su biógrafo Arbós, se trasladó a Lacasa y Almandoz para ver cómo los Requetés las liberaban. En el camino de regreso, se cruzó con una Columna y fue detenido por el Oficial Ortiz de Zárate y conducido a Vera, en donde fue liberado a la mañana siguiente. Temiendo algún desmán, Baroja pasó a Francia siendo reconocido por el carabinero de turno en la frontera, quien no le puso obstáculo alguno. Se instaló en Behobia, luego en San Juan de Luz y después en París, donde escribió artículos para la España Nacional. Allí, pronto pidió a García Morente que le gestionara el visado para repatriarse; le fue concedido, y regresó en el otoño de 1937. Poco después publicaba su libro: Comunistas, judíos y demás ralea. En sus Memorias reconoce que nunca dudó de la victoria Nacional. Tras otra breve estancia en París, se instaló en el Madrid recién liberado y, aislado de la política como siempre, continuó publicando su obra. Murió en 1956 y su entierro fue presidido por el Ministro de Educación en representación del Gobierno.
Manuel García-Morente fue cesado como Decano de la Facultad de Filosofía y luego suspendido como Catedrático. El 28 de agosto de 1936 contempló cómo unos milicianos sacaban de su domicilio a su yerno para asesinarlo. Amenazado de muerte, huyó a Francia y llegó a París el 2 de octubre de 1936. El día 23 escribía al General Dávila para ponerse al servicio de la España Nacional y, al liberarse Madrid, fue repuesto en su Cátedra. Dedicó sus últimos años a escribir los ensayos que reunió en el libro Idea de la Hispanidad.
Juan Ramón Jiménez ha dejado un vivo relato de los horrores del Madrid rojo, de su rechazo de ofrecimientos republicanos de puestos y de su huida el 22 de agosto de 1936. Estas son sus propias palabras: «Salí de España por permanecer libre y no acepté cargo alguno en el destierro». Desde él hizo elogio fúnebre de su sobrino, el falangista Juan Ramón Jiménez Bayo, muerto en el frente a las órdenes de Franco.
Este anecdotario, ceñido a unos cuantos nombres cimeros, podría multiplicarse con una nómina extensísima, desde Eugenio D’Ors a Manuel Machado, pasando por Pemán, Ridruejo, Foxá, Sánchez-Mazas, Ricardo León, Concha Espina y centenares de profesores, escritores y artistas, todos solidarios de la España Nacional. Recordemos que Jacinto Benavente, que estaba en Valencia, subió a la Tribuna Presidencial para asistir al desfile de las Tropas Liberadoras. Lo que cabría en una cuartilla es la lista de los intelectuales que como Machado, se mostraron asociados al Gobierno republicano hasta el fin. De tan exigua minoría, pocos nombres se han salvado del olvido.
En la Guerra de España se enfrentaron dos concepciones del mundo, las mismas que hoy separan el telón de acero. Naturalmente, la genuina inteligencia estuvo al lado de la razón y de la libertad.
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