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Con sus padres en La Rosaleda de Madrid
Mari Carmen González-Valerio y Sáenz de Heredia nació en Madrid el 14 de marzo de 1930. Segunda de una familia de cinco hijos. Sobrina de José Antonio Primo de Rivera y Sáenz de Heredia. Sus padres, pertenecían a la nobleza española. Profesaban una devoción especial a la Virgen María y ayunaban todos los sábados en su honor. Desde el primer mes de su concepción, la madre consagró su hija a la Santísima Virgen, durante la Novena de Nuestra Señora del Monte Carmelo.
Hizo su Primera Comunión a los 6 años, el 27 de junio de 1936, el día de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, a quien su padre profesaba una devoción muy especial. Su madre explicó:
“Yo estaba convencida de que España, y nuestra familia en particular, iban a atravesar un período muy difícil; se notaba que se estaba preparando una persecución religiosa y quería que ella hiciera su Primera Comunión”.
Y agregó:
“Ella comenzó realmente a santificarse después de su Primera Comunión”.
A partir de ese día, Mari Carmen comienza a asistir a Misa y a comulgar diariamente. Pocos días después, estalló la guerra. La persecución contra la Iglesia, que había comenzado algunos años antes, se hizo más violenta y se tradujo en una voluntad terrible de aniquilar todo lo que es católico. A finales de agosto de 1936 es detenido el padre y conducido a una checa. Julio González Valerio fue asesinado algunos días después.
Justo antes de ser arrestado, había confiado a su esposa:
“Los niños son demasiado pequeños, no comprenden, pero cuando sean grandes diles que su padre ha luchado y dado su vida por Dios y por España, para que se los pueda educar en una España católica donde el crucifijo presida todas las escuelas”.
Tras la muerte de su marido, Carmen se encontró en gran peligro debido a sus lazos familiares con José Antonio. Se refugió en la Embajada de Bélgica, dejando a sus hijos con su tía Sofía. Cuando ve partir a su madre, Julio, el hijo mayor, cree que va a sufrir la misma suerte que su padre. Mari Carmen consuela a Julio y a la tía Sofía, quien también está muy angustiada:
“Recemos el Rosario y las oraciones a las llagas de Jesús”.
La tía Sofía dijo:
“Durante su estadía en mi casa la niña recitaba todos los días el rosario de las Llagas del Señor para la conversión de los asesinos de su padre”.
En su espíritu infantil, los asesinos se encarnaban en el presidente de la república, Manuel Azaña. Más tarde, al preguntar: “Mamá, ¿Azaña irá al Cielo?”, su madre le explicó que si ella se sacrificaba y rezaba por él, sería salvado.
El 11 de febrero de 1937, fiesta de Nuestra Señora de Lourdes, los niños se unieron a su madre en la Embajada, escapando así al peligro de ser deportados a la URSS para ser educados allí en el marxismo. Finalmente, el 31 de marzo, la familia pudo ser evacuada y logró pasar a la España Nacional, para instalarse en San Sebastián. Mari Carmen finalizó el año escolar en el Colegio del Sagrado Corazón y, en octubre de 1938, ingresó como interna en el Colegio de las Religiosas Irlandesas de Zalla.
En una carta a su abuela le dice: “Me gustaría mucho que me mandaras lana para hacer abrigos para los pobres”.
Durante las vacaciones regresó a su casa. Al ver a su madre agobiada por sus preocupaciones domésticas, le dijo: “Mamá, te ocupas demasiado de las cosas de la tierra; deberías orar más”. Y ante la respuesta de su madre: “Hijita, es necesario que me ocupe de la casa”, insiste: “Mamá, el Cielo es tu casa…”.
Durante las vacaciones de Semana Santa, el 6 de abril de 1938, Jueves Santo, Mari Carmen asistió a Misa con su abuela. Al entrar a la Iglesia, la niña preguntó:
“¿Abuela, me entrego?”
La abuela asintió, sin comprender bien lo que quería decir su nieta; y luego contó:
“La seguí después de la Comunión; se hubiera dicho que la transportaban los Ángeles. Se cubrió el rostro con sus pequeñas manos, luego se quedó un momento de rodillas en Acción de Gracias. A la salida de la Iglesia, me preguntó el sentido exacto de entregarse, y le respondí: es darse por entero a Dios y pertenecerle completamente. Ya en la calle, insistió para ir a la confitería e invitar a todos”.
Poseía un cuaderno en cuya tapa había anotado “Personal”. El cuaderno estaba dentro de un sobre cerrado, con varios trozos de papel de pegar, en los que también se leía: “Completamente personal, completamente personal, completamente personal”.
Después de su muerte, se leyó en su agenda:
“Me entregué a Dios en la Parroquia del Buen Pastor, el 6 de abril de 1939″.
No se pudo precisar con certeza cuál fue el motivo de su ofrenda, pero más tarde, cuando cayó enferma, esas palabras tomaron su sentido: se ofreció por su padre y por quienes lo mataron. El 8 de abril, al regresar del colegio, Mari Carmen debió guardar cama, pues había contraído la escarlatina. La cosa se agravó: primero apareció una otitis, luego una mastoiditis que degeneró en septicemia cardíaca y renal. La niña no tardó en anunciar el día de su muerte. Mari Carmen se dio a un abandono que se manifestaba en los menores detalles.
En ocasión de que una religiosa corrió las cortinas de su habitación diciéndole que esa luz debía molestarle, respondió: “Gracias, Madre, que el Buen Dios se lo devuelva”. Pero entró otra religiosa y descorrió las cortinas para alegrar el ambiente. Mari Carmen le agradeció de igual manera “Gracias, Madre, así está bien”. Cuando su madre le propuso pedirle al Niño Jesús que la sanara: la niñita exclamó: “No, mamá, no pido eso, pido que se haga Su Voluntad”.
El 27 de mayo se la llevó a Madrid y allí fue operada. Pero ya se sabía que la lucha será en vano; a pesar de ello, los médicos no renunciaron a probar toda la medicación posible, por dolorosa que fuera, causándole un martirio inútil. Su enfermera testimonió:
“Cuando le colocábamos el suero en las venas de las manos, porque las otras estaban dañadas, nos pedía que rezáramos. Entonces orábamos un Credo y un Padrenuestro, todas juntas con ella. Rezaba muy lentamente, y cuando la inyectábamos rezaba mucho más rápido”.
Soportaba más de veinte inyecciones de toda clase: tonificantes cardíacos, sulfamidas, suero, inyecciones endovenosas… todas muy dolorosas. Cada vez era más difícil hallar una vena en sus manos. La diarrea era “una de las cosas que más la hacía sufrir” debido a su amor a la higiene. La septicemia impide la cicatrización de una de sus orejas, y para facilitar la curación, es menester cortarle algunos mechones de cabello. La niña comentó:
“Desde esos cabellos, que acaban de cortarme, hasta la uña del meñique del pie, me duele todo el cuerpo”.
Estaba repitiendo, sin saberlo, las palabras de Isaías:
“Desde la planta de los pies hasta la cabeza, no hay nada sano en Él” (Is. 1, 6).
Apareció también una doble flebitis, y en las piernas se formaron llagas gangrenosas. El simple contacto de las sábanas se volvía un suplicio y se desmayaba cuando las cambiaban. Padeció mucha fiebre, grandes sufrimientos y largas noches de insomnio. Solamente el nombre de Jesús la ayudaba a soportarlo. Le llevaban libros, pero ella no miraba más que el cuaderno parroquial “Jesús mío”, y siempre en la misma página: una donde se ve un Ángel que lleva un niño apretado contra él, sobrevolando, entre sus estrellas, la cruz y los cipreses de un cementerio. Se trata del alma, y en el texto se lee:
“Cuando se oyen trinos en un matorral, no es el matorral que canta sino una avecilla en él escondida. En cuanto a nosotros, pensamos, deseamos y conservamos el recuerdo de las cosas: es el alma quien piensa y recuerda. El alma no morirá nunca, y cuando el cuerpo sea enterrado, el alma será juzgada por Dios”.
A través de sus sufrimientos Mari Carmen veía la manifestación de la bondad de Dios. Frecuentemente le pedía a su mamá: “Cántame: ¡Qué bueno eres, Jesús! ¡Qué bueno eres!”, y siempre se emocionaba.
Había dicho que la Virgen María vendría a buscarla el día de su cumpleaños, el 16 de julio. Cuando se enteró de que su tía Sofía se casaría ese día, anunció que moriría al día siguiente. La víspera del casamiento, la tía fue a verla y le dijo que le traería flores. La niña respondió: “Envíame solamente flores de lis, ésas las necesitaré”.
El 17 por la mañana, Mari Carmen se sentó en la cama, cosa que no podía hacer desde hacía mucho tiempo. Y dijo: “Hoy me voy a morir, ¡me voy al Cielo!”. Su madre congregó a toda la familia alrededor de la niñita. Esta pidió perdón por no haber sabido amar a Maripé, su enfermera, y por haber omitido alguna vez sus oraciones. Después, le pidió a su mamá que cantara: “¡Qué bueno eres, Jesús!…” Y muy simplemente le dijo: “Pronto voy a ver a papá, ¿quieres que le diga algo de tu parte?”.
A las trece horas, Mari Carmen se recogió totalmente, “en un recogimiento sobrenatural”, diría su abuela. Y aconsejó:
“Ámense unos a otros”.
Su madre contó:
“Mari Carmen se sentó en su cama, tendió sus bracitos abiertos al Cielo y pareció querer librarse de algo que la molestaba, diciendo: “¡Déjenme, quiero irme!”. Cuando se le preguntó adónde quería ir, respondió: “¡Al cielo! Voy a él sin pasar por el Purgatorio, porque los médicos me han martirizado. Mi padre murió mártir, yo muero víctima”. Al médico que quería aún retenerla en la tierra, le dijo: “Déjenme partir, ahora, ¿no ve que la Santísima Virgen viene a buscarme con los Ángeles?” Y ante la estupefacción de todos, dice: “Jesús, María, José, ¡asistidme en mi última agonía! Haced que muera en vuestra compañía!”.
Son sus últimas palabras; cae sobre la almohada y exhala el último suspiro sin agonía, sin ninguna contracción del rostro. Son las tres de la tarde. En el momento de su muerte, Mari Carmen estaba destrozada y deformada físicamente por la enfermedad, pero uno de sus tíos, que se hallaba junto a su cama, exclamó: “¡Miren qué bella se vuelve!”
Cuando murió, cambió completamente, un dulce perfume emanó de ella, totalmente diferente del de las flores que la rodeaban. La rigidez había desaparecido. Se transfiguró de tal manera, que el médico, al principio, se negó a certificar el deceso; afirmaba que la niña estaba ciertamente muerta pero que ese cuerpo no era un cadáver. Mari Carmen fue vestida con el vestido de su Primera Comunión y depositada entre las flores de lis del casamiento de su tía.
Un año más tarde, el 3 de noviembre de 1940, el presidente Azaña murió en Montauban. Según el testimonio de Monseñor Théas, Obispo de la Diócesis, que en ese momento le prestaba su asistencia espiritual, Azaña, a pesar de los amigos que lo rodeaban, “recibió con toda lucidez el Sacramento de la Penitencia, expirando en el amor de Dios y la esperanza de verlo”. Sin ninguna duda, ignoraba que su ruta se había cruzado con la de una niñita de nueve años que había orado y sufrido por él.
El 12 de enero de 1996, el Papa Juan Pablo II declaró Venerable a la niña María del Carmen González-Valerio y Sáez de Heredia, y mandó publicar el Decreto de sus virtudes heroicas.
«Consta que la niña María del Carmen González-Valerio y Sáenz de Heredia, -así se lee en el Decreto-, ejercitó en grado heroico las virtudes teologales de Fe, Esperanza y Caridad, tanto hacia Dios como hacia el prójimo, y las cardinales de Prudencia, Justicia, Templanza y Fortaleza».
Los restos de la Venerable María del Carmen González Valerio y Sáenz de Heredia, se encontraban en el Convento de las Carmelitas de Aravaca, Madrid. Pero el 20 de octubre de 2014 se trasladaron a la Parroquia de Santa María de Caná, en Pozuelo de Alarcón.