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Alfonso Bullón de Mendoza
Catedrático de Historia Contemporánea
Universidad CEU San Pablo
La ley de Memoria Histórica fue una mala ley. Es verdad que tenía aspectos positivos, como facilitar la búsqueda de los cadáveres de las víctimas de la guerra que aún yacían en el lugar de su ejecución, o potenciar los estudios históricos sobre el periodo. Pero en su planteamiento general había un claro deseo de revanchismo por parte de quienes perdieron la guerra. El punto fundamental de su falsificación de la historia consiste en poner el comienzo de la gran tragedia española del siglo XX en el alzamiento del 18 de julio de 1936, olvidando las causas que llevaron a él, causas que, según Ortega, eran lo primero y más sustancial que había que conocer para opinar del conflicto, y que incluyen hechos tan significativos como que el Frente Popular llegó al poder falsificando el resultado electoral.
Al PSOE y sus adláteres no les interesaba recordar estos antecedentes, y por tanto su visión se limita a que en 1936 había un régimen democrático plenamente equiparable con el que hoy disfrutamos, y unos señores malos, muy malos, que se sublevaron contra él porque no les gustaba la libertad. Y en virtud de ello se ha obligado a cambiar los nombres de numerosas calles y quitar cuantos símbolos podían recordar el régimen de Franco.
La ley era mala, pero empeorable, y a ello se han dedicado con ahínco diversos gobiernos autonómicos, como los de Andalucía, Valencia y Aragón. Se trata de textos similares y que anticipan el que ha presentado el PSOE a las Cortes el pasado 14 de diciembre, sin duda el más sectario y liberticida de todos. Un comentario a fondo de dicho escrito exigiría mucho más espacio del disponible, por lo que señalaré los aspectos que considero más graves para el futuro de España y de la libertad.
El artículo 32 dispone que el Ministerio de Educación se encargará de «la inclusión de la memoria democrática» en «el currículo de la educación primaria, secundaria obligatoria, bachillerato y para personas adultas. Asimismo impulsará, en colaboración con las universidades, la incorporación de la memoria democrática en los estudios universitarios». Un programa de adoctrinamiento en todos los niveles de la enseñanza que irá acompañado del adoctrinamiento del profesorado, mediante la inclusión en sus planes de formación de «la actualización científica, didáctica y pedagógica en relación con el tratamiento escolar de la memoria democrática con el objetivo de dotar al profesorado de herramientas conceptuales y metodológicas adecuadas». El artículo 35 establece que a través de los medios de comunicación públicos se promocionará el conocimiento de la memoria democrática y «se elaborará un manual de estilo para el adecuado tratamiento de la información en materia de memoria histórica». Sobran comentarios.
Toda nación, y más una nación que no pasa por sus mejores momentos, necesita impulsar elementos que potencien su cohesión. Si la memoria democrática fuera el estudio de cómo tras la muerte de Franco los políticos del régimen y las fuerzas de la oposición se pusieron de acuerdo para implantar un régimen de libertades, su propagación podría servir para fomentar la unión entre los españoles. Pero la memoria democrática, tal y como está concebida, es la asunción de que en España hubo una guerra civil con buenos y malos, que ganaron los malos, que los malos estuvieron en el poder durante varias décadas, y que gracias a la lucha contra los malos de fuerzas tan democráticas a lo largo de toda su historia como los comunistas, los socialistas o los nacionalistas volvió a España la democracia idílica de 1936. La renuncia al espíritu de la Transición (y a la verdad) es evidente, y por eso algunos sectores políticos plantean una nueva Transición. «Y puesto que la Transición fue una transición hacia la democracia –afirma Stanley Payne– presumiblemente marcaría el comienzo del abandono de la democracia».
En este sentido parecen ir las disposiciones adicionales del texto, donde se propone una alteración del Código Penal para que se condene a penas de hasta cuatro años de prisión a quienes «enaltezcan o justifiquen por cualquier medio de expresión pública o de difusión el franquismo», y «quienes lesionen la dignidad de las personas mediante acciones que entrañen humillación, menosprecio o descrédito de alguna de las víctimas». Sanciones que se ven agraviadas en el caso del profesorado: «Se impondrá además la pena de inhabilitación especial para profesión u oficio educativos, en el ámbito docente, deportivo y de tiempo libre, por un tiempo superior entre tres y diez años al de la duración de la pena de privación de libertad impuesta en su caso en la sentencia».
Según la literalidad del texto, me temo que un profesor que explique las razones de los alzados para sublevarse, señale que entre las víctimas de la represión franquista hubo quienes estuvieron implicados en las decenas de miles de asesinatos cometidos en la zona frentepopulista, o se atreva a decir que en la época de Franco hubo en España un gran desarrollo económico y social, es susceptible de ser enviado a la cárcel e inhabilitado para ejercer su profesión. Y sin embargo es evidente que quienes se sublevaron tuvieron buenos motivos para hacerlo (se comparta o no su decisión), que no todas las víctimas de la represión franquista eran ángeles de la caridad, y que en la época de Franco se produjo un desarrollo político y social que facilitó enormemente la transición política.
No es el momento de luchar contra la dictadura de Franco, pues murió hace cuarenta y dos años. Es el momento de luchar en defensa de la libertad que hoy disfrutamos frente a los nuevos aspirantes a tiranos, frente a los que pretenden dejar sin efecto el artículo 20 de nuestra Constitución, que defiende la libertad de expresión en general y la libertad de cátedra en particular. Contra quienes pretenden que sea el Estado, y no los historiadores, en el ejercicio libre de su profesión, quien construya la Historia. Como señalaban hace varios años algunos de los más reputados historiadores franceses: «La historia no es un objeto jurídico. En un Estado libre, no corresponde ni al Parlamento ni a la autoridad judicial definir la verdad histórica. La política del Estado, aun cuando esté animada por las mejores intenciones, no es la política de la historia».
Por todo ello, cuando llegue la hora de votar esta ley en las Cortes, es bueno que nuestros representantes tengan claro que no estarán votando sobre si la dictadura de Franco fue buena o mala, sino a favor o en contra de la libertad en la España del siglo XXI.
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