Francisco Torres García
Los manuales de historia con los que aprendimos la generación de la EGB, producto de la Ley Educativa de 1970, hacía mucho que habían dejado atrás las lecturas patrióticas propias de los años cuarenta. Aprendíamos que la guerra civil tuvo causas estructurales de índole socioeconómico que no se habían solventado, que la II República fracasó en su intento reformista precisamente por su cariz jacobino, por su deseo manifiesto de expulsar de la vida pública a media España y por la persecución desatada contra la religión católica -entonces todos éramos católicos-, lo que hizo inevitable la guerra civil. Había poco de maniqueísmo en aquellos planteamientos. Hoy, sin embargo, cuando se ojea alguno de los manuales con los que estudian nuestros escolares, nos sería complicado encontrar algo tan sencillo como las causas de la guerra. Corrijo, lo que encontraremos será básicamente una versión maniquea en la que un puñado de ambiciosos generales dieron un golpe de estado calificado como fascista contra la democracia.
Alguien escribió con acierto que a la guerra de las armas siguió la guerra del papel y que en este terreno los vencidos con las armas llevan varias décadas ganando batallas para cambiar la historia. El proceso ha sido largo. Dejemos a un lado lo acontecido antes de los sesenta para situarnos en aquellos tiempos en los que arribaron a la historiografía los hispanistas, tipo Gabriel Jackson o H.R. Southworth, por no entrar en las líneas de interpretación difundidas por editoriales como Ruedo Ibérico, o en el alimento de la progresía que deseaba reescribir la historia a las ubres de negacionistas de la verdad como Tuñón de Lara -probablemente hoy ya pocos sepan quién fue este sujeto- y sus Encuentros de Pau donde mamaron doctrina una parte de las nuevas generaciones de estudiantes de historia, desde entonces hemos asistido a una mitificación de la II República de tal calibre que hoy es casi una herejía afirmar que en 1936, con la victoria del Frente Popular, la mediodemocracia que era aquel régimen solo para republicanos había dejado de existir. En la España de 1936 los partidarios del régimen burgués de democracia liberal eran una minoría muy exigua, aunque hoy no se quiera reconocer.
Aunque el “gran camuflaje” denunciado inútilmente por Bollonten sea una realidad incuestionable no es menos cierto que hoy pocos se atreven a recordar que el PSOE no era en 1936 un partido democrático, sino un partido que mayoritariamente contemplaba la República como un peldaño en el camino de la revolución y que, como marxista declarado, su objetivo era realizar la revolución e instalar la dictadura del proletariado. Y ya se sabe que para la ensoñación revolucionaria de la izquierda todo es legítimo salvo que alguien ose defenderse ante ella utilizando, simplemente, las mismas armas.
Naturalmente la izquierda, pero también una parte de la derecha acomplejada, ha hecho suyo el mito de una democracia rota por la ambición de unos generales que perpetraron un golpe de Estado un 18 de julio de 1936 para instaurar una feroz dictadura. De hecho, antes de que se aprobara la mal llamada “ley de la memoria histórica”, ya todos los grupos parlamentarios habían condenado la sublevación cívico-militar de aquel verano catalogándola de golpe fascista. Un segundo mito que complementara aquel otro de la impoluta democracia que fue la II República.
Tanto la izquierda como la derecha han querido borrar su vinculación histórica a lo acontecido en 1936. La izquierda, para camuflar su posición antidemocrática y su deseo de acabar con aquel sistema y acabar convirtiéndose en la defensora de la democracia frente a la pérfida derecha. La derecha, preñada de complejos, para evitar que la izquierda la señale con el dedo acusador que tanto les preocupa. Por ello, la nueva verdad oficial, porque políticamente a todos conviene, nos dice que el 18 de julio los generales, por ambición personal, dieron un cruento golpe de estado, y entre ellos el más ambicioso era Francisco Franco.
¡Qué más da que sea verdad o no cuando a todos les conviene! El ambicioso general quería el poder y por ello protagonizó el golpe con un solo objetivo perpetuarse en ese poder. Así pues, en esta línea, la guerra civil no tendría más causa que esa ambición borrando de un plumazo la realidad.
Ahora bien, la “verdad oficial”, impuesta desde arriba, rara vez tiene algo que ver con la verdad o con los hechos. El 18 de julio de 1936, se ha repetido aunque inútilmente y hoy es casi un delito afirmarlo, hubo un intento de golpe de estado pero, al mismo tiempo, una auténtica sublevación popular y sin esa eclosión es casi seguro que la victoria nacional hubiera sido imposible. Decenas de miles de voluntarios se aprestaron a combatir a la República del Frente Popular desde el minuto uno de los hechos, nutriendo unidades de milicias políticas pero también unidades militares, desde regimientos a banderas de la Legión. Igualmente todos los partidos de la oposición al Frente Popular apoyaron o se sumaron a la sublevación: desde la Falange a la CEDA, pasando por los carlistas, Renovación Española, la Lliga o los radicales de Lerroux. Y lo hicieron porque eran conscientes de la amenaza real para la libertad y sus creencias que representaba la república del Frente Popular. La prueba indirecta es que la democracia formal dejó de existir en la mal llamada zona republicana -ambas zonas eran republicanas- siendo la derecha perseguida y aniquilada.
El ambicioso Francisco Franco no existía en julio de 1936. Es de sobra conocido que su asentimiento definitivo fue tardío y que en vano intentó que el gobierno adoptara medidas apoyándose en el Ejército para no entregarse al radicalismo. Es menos conocido que su nombre no figuraba entre los integrantes de un futuro directorio militar y que el único puesto pedido, la única ambición, era la de desempeñar el Alto Comisariado en Marruecos que no pudo asumir al ser llamado al Estado Mayor Central, lo que era acorde a su propia biografía. Fueron las circunstancias, el propio fracaso del golpe rápido deficientemente diseñado por el general Mola, pues no calibró la profunda división del ejército, la misma que sacudía la sociedad española, las que llevaron a Franco a la Jefatura del Estado, cuando ni tan siquiera formó parte desde el principio de la Junta de Defensa que se hizo cargo de la situación tras la muerte del general Sanjurjo. Y Franco ganó una guerra que de antemano los sublevados tenían con los datos en la mano perdida el 20 de julio de 1936.
Mayor silencio se suele guardar ante una realidad para mí altamente significativa: todos esperaban que el general Franco, antes de la sublevación de julio de 1936, les abriera la puerta del poder. En 1935, José Antonio Primo de Rivera, en un informe sobre la situación política española, anotaba que Franco era el “primer prestigio militar”; pocos meses después le sondearía en persona. En la crisis que supuso el fin del gobierno radical-cedista el propio Gil Robles instaría a Franco a protagonizar un golpe de Estado desde la Jefatura del Alto Estado Mayor y los radicales de Portela Valladares barajaron mantenerse en el poder con el apoyo de Franco y del ejército. Y poco después sería Calvo Soleto quien presionaría para que Franco se decidiera. Como anotaba Javier Tusell, Franco se convirtió entre 1935 y 1936 en el “árbitro de la circulación política y militar”. Fueron todos los políticos de la época los que trataron de atraer a Franco a sus posiciones o a que este les abriera las puertas del poder.
Cuando la lógica se impuso y los generales se inclinaron por la necesidad de un mando único sólo una candidatura era posible, la de Franco. Dudo mucho que en octubre de 1936 Francisco Franco tuviera un proyecto político definido cuando lo único importante era la guerra. Eso sí, en sus primeras intervenciones lo que se trasluce era la necesidad de que la guerra que ya tenía un por qué tuviera un para qué. Y resulta curioso que lo primera que destacara fuera el mensaje de que era necesario un orden social más justo en España.