Kiko Méndez-Monasterio
Sabía que había órdenes para asesinarle, pero se negó a adelantar sus vacaciones.
Todavía hablamos de ello como una recaída del síndrome de Caín, porque mala parte de la izquierda ha hecho de la guerra de otro siglo su único proyecto de futuro. Por la mañana José Calvo Sotelo había acudido a misa en La Concepción, y después a visitar a su padre convaleciente. La tarde la pasó en casa, en familia, escuchando e interpretando música de Schubert. Con la oscuridad llegaron los asesinos.
La revolución había aparcado su camioneta en la calle Velázquez, y de ella bajaron policías y militantes socialistas, pretorianos de Largo Caballero, de Indalecio Prieto, de Margarita Nelken. “Policía. Abran o echamos la puerta abajo. Venimos a hacer un registro”.
Removieron con desgana unos cuantos libros, encontraron una bandera bicolor y la rasgaron con rabia. “Tiene que acompañarnos a la Dirección General de Seguridad”, dijeron, porque las revoluciones siempre tienen la necesidad de citar una institución para amparar sus crímenes. Se despide con un beso de sus hijos. Quiere afrontar la muerte que había profetizado en el Congreso con dignidad, cuando el presidente del Gobierno, jaleado por la Pasionaria y la Nelken, lanzaba contra él insultos y amenazas: “Yo os digo lo que Santo Domingo de Silos contestó a un rey castellano: señor, la vida podéis quitarme, pero más no podéis. Y es preferible morir con honra a vivir con vilipendio.”
Le habían avisado de que existían órdenes para asesinarle, pero se negó a adelantar sus vacaciones. “Ahora no me puedo marchar. Mis intervenciones parlamentarias mantienen en tensión a las pobres gentes perseguidas, acorraladas”. Estaba resuelto a quedarse, no por temeridad, sino porque su voz era casi la única que todavía se enfrentaba a la revolución en marcha. El Estado de alarma que decretaba el Gobierno imponía la censura a los periódicos, pero los discursos del parlamento, por ley, no podían silenciarse, y Calvo Sotelo utilizaba el Congreso para dar cuenta de la anarquía en la que había degenerado la República. Trataba de convencer a las otras derechas de la necesidad de una reacción, antes de que fuese imposible detener la marea revolucionaria.
No le hicieron caso en vida, y tuvo que ser su cadáver –arrojado en el cementerio del Este– el que hiciera entender lo irreversible de la situación creada por el socialismo. Cuarenta mil personas acudieron a su entierro, y cuando trataron de transformar el sepelio en manifestación de protesta, fueron tiroteados por la fuerza pública, resultando cinco muertos, decenas de heridos, y el arresto de los policías que se quejaron de tan desproporcionada represión. O sea, la guerra.