Pío Moa
El franquismo no se entiende sin referirse a la situación histórica de la que surgió, esto es, la crisis de la II República y el Frente Popular. Durante años, en libros, cine y medios de masas se ha idealizado sin tasa y harto infantilmente a la república, presentándola como una exigencia popular manifiesta en las elecciones municipales de abril de 1931. La realidad es que aquellos comicios no implicaban un cambio de régimen; que dieron amplia mayoría a las candidaturas monárquicas, excepto en las grandes ciudades; y que fueron utilizadas por los republicanos para crear una presión de masas golpista (meses antes habían intentado un golpe militar) para derribar la monarquía. Aun así, fueron los monárquicos en plena quiebra moral quienes dieron realmente el golpe, contra sí mismos, al despreciar a sus propios votantes y entregar el poder sin resistencia. Por consiguiente, la legitimidad de la república debemos estimarla real, pero no porque hubieran ganado unas elecciones en principio secundarias, sino porque la monarquía accedió a traspasarle el poder pacíficamente.
Quienes habían unido los dispersos grupos republicanos en el Pacto de San Sebastián y después de las elecciones los impulsaron a derrocar la monarquía, fueron dos políticos derechistas, Alcalá-Zamora y Miguel Maura. Estos querían una democracia liberal, pero enseguida los desbordó la izquierda quemando más de cien iglesias, bibliotecas y centros de enseñanza. Hoy nadie algo informado duda de que entonces empezó a hacer agua el régimen. La “quema de conventos” dividió a la sociedad, según reconoció Alcalá-Zamora, creando gran desilusión y conatos, si bien mínimos, de conspiración antirrepublicana en algunos ámbitos militares. Siguió una Constitución no laica sino anticatólica, impuesta sin consenso, una Ley de Defensa de la República que mutilaba las libertades, tres sangrientas insurrecciones anarquistas, el intento golpista de Sanjurjo (quien había contribuido a traer la república) y el fracaso de las reformas izquierdistas. Fracaso atribuido por el propio Azaña al sectarismo e ineptitud de las izquierdas.
A resultas del desastroso bienio izquierdista, la derecha ganó por gran mayoría las elecciones de noviembre de 1933. A la voz de las urnas respondió Azaña con intentos golpistas hoy bien documentados; la Esquerra catalana poniéndose “en pie de guerra”; y el PSOE preparando un asalto insurreccional para implantar la llamada “dictadura del proletariado”, o sea del propio PSOE. El intento, elaborado textualmente como guerra civil, tuvo lugar en octubre de 1934; participó en él, en mayor o menor grado, toda la izquierda, causó 1.300 muertos y destrucciones incalculables en la industria y el tesoro artístico y cultural. Estos hechos cruciales están hoy completamente documentados.
La derrota de la insurrección izquierdista pudo estabilizar al régimen, pues la derecha, lejos de ser fascista como la acusaban con deliberada falsedad las izquierdas, defendió la república, y el año 1935 pasa por ser el mejor de aquel régimen. Pero los vencidos solo cambiaron de táctica, aplazaron momentáneamente sus designios y lanzaron una masiva campaña acusando a las derechas de terribles atrocidades en Asturias. Campaña calumniosa que envenenó de odio a la sociedad. Mientras, divisiones suicidas en las derecha esterilizaron los frutos de la victoria. Se creó una situación en la que, consignaba el diario El Sol, nada era común a los españoles. Y así, las elecciones de febrero de 1936 marcaron el fin real de la legalidad republicana, como veremos.
Azaña a los suyos: “Botarates”
Si queremos encontrar la causa mayor del derrumbe de la república, la encontraremos los odios desatados de la época, que hicieron imposible una convivencia en paz y libertad. Odios sembrados especialmente por las izquierdas como virtud revolucionaria, y que terminó generando un odio recíproco. Y odio también entre las mismas izquierdas, expresado en forma de asesinatos y persecuciones entre ellas mismas.
La mitificación de la república por los autores de la ley de memoria histórica colisiona con los hechos conocidos, y no menos con las opiniones de muchos republicanos de la época. Azaña califica a los suyos de “botarates”, “gente de poca chaveta”, “zafios y politiqueros”, los acusa de torpes, mezquinos, de practicar una “política tabernaria e incompetente, de amigachos, de codicia y botín sin ninguna idea alta”: “No se ha visto más notable encarnación de la necedad”. Lerroux, el dirigente histórico republicano más votado, caracteriza así a las izquierdas: “No traían saber, ni experiencia, ni fe, ni prestigio. Nada más que esa audacia tan semejante a la impudicia, que suele paralizar a los candorosos y de buena fe cuando la ven avanzar desenfadadamente“. Alcalá-Zamora habla de “un manicomio no ya suelto, sino judicial, porque entre su ceguera y la carencia de escrúpulos sobre los medios para mandar, están en la zona mixta de la locura y la delincuencia”. Y así tantos otros.
Los autores de la LMH conocen necesariamente estos hechos. Por tanto, su ley solo puede responder a intereses muy distintos de los proclamados de concordia y verdad histórica, y sin duda merecerían hoy bastantes de los calificativos de Azaña.