Mujeres, guerra, ideales (I), por José Miguel Hernández

José Miguel Hernández

Historiador

 

En el New Cemetery de Ashford (Kent, Inglaterra) reposan los restos mortales de Simone Weil, una mujer que vivió intensamente. Hoy día su figura constituye un referente imprescindible en la historia de la corriente intelectual crítica con las contradicciones políticas y sociales de la primera mitad del siglo XX. Nacida en París el 3 de Febrero de 1909 su familia poseía un gran nivel cultural, lo cual favoreció el desarrollo de las aptitudes e intereses intelectuales de Simone: el estudio de la Antigüedad, la poesía y la novela. Sin embargo, su atención se fue decantando claramente hacia la Filosofía. Entre 1925 y 1928 escribió algunos trabajos que anunciaban los temas que aparecerían en su obra posterior: el sacrificio y la aceptación del dolor, la fidelidad y el compromiso personales. La lectura de autores como Hegel, Platón, Spinoza, Kant, Pascal y San Agustín configuró su talante, ciertamente inconformista hacia los acontecimientos que estaban teniendo lugar en la década de los años 30: crisis económica, injusticia social, peligroso aumento de la tensión política internacional…

Desde 1927 Simone Weil mostró públicamente su posición de firme defensora de la Paz: distribuyendo manifiestos por las calles, junto a otros compañeros del grupo “Volonté de Paix”, se sumó a las peticiones de desarme general. Su militancia política estuvo dirigida a lograr un aumento de la conciencia social de los trabajadores, animando a su resistencia frente al poder y recordando en todo momento cuál ha de ser la  función que han de ejercer los titulares de dicho poder. En 1931 obtuvo una plaza de profesora en el Instituto Femenino de Puy, lo cual le permitió llevar una vida de mujer adulta pero sin olvidar su actividad política: colaboró en los cursos para obreros  y, en muchas ocasiones, repartió su salario entre aquellos que habían quedado en situación de paro y defendió en todo momento la independencia sindical frente a los evidentes deseos de control que manifestaban los partidos políticos.

El ascenso del Fascismo y el Nazismo impulsó a Simone Weil a conocer la situación política en primera persona. Viajó hasta Alemania y allí mantuvo contactos con miembros de los grupos de una izquierda que, cada vez  en mayor medida, estaba siendo sometida a la tiranía de una burocracia que hacía ya mucho tiempo que había olvidado sus ideales. La URSS era dirigida por la voluntad política de Stalin al igual que, en Alemania, se aproximaba un totalitarismo de signo diferente, pero con grandes puntos de semejanza con el soviético. Cansada y desengañada de una política que se había burocratizado en exceso, Simone Weil decidió en 1934 entrar a trabajar en una fábrica, pues consideró que había que experimentar aquello sobre lo que había escrito. Fue entonces cuando descubrió la alienación del obrero y el dolor físico tras interminables horas de trabajo en un ambiente laboral casi cuartelario. El estallido de la Guerra Civil en España (1936) supuso una nueva ocasión en la que trabajar por una causa que ella entendió como noble y justa. Visitó el frente del Ebro y allí fue acogida por la columna Durruti. En sus memorias relató un suceso que la impresionó mucho: dos anarquistas le contaron que unos comunistas capturaron a dos sacerdotes. A uno lo mataron de un disparo y le dijeron al otro que podía irse. Cuando se había alejado unos veinte metros dispararon a éste, causándole la muerte. El que se lo contó estaba muy sorprendido porque este hecho no le hiciera gracia.  Una vez más, volvió a perder la fe en lo que ella, al igual que muchos otros en aquella época, consideró como la revolución que acabaría con la injusticia. En su lugar no vio sino las claras directrices estalinistas que tan fuertemente había ella criticado y a las que con tanta fuerza se había opuesto.

Una mujer como ella solo pudo actuar con tanta determinación gracias a una sólida vida interior. Creyó firmemente en la necesidad de un mundo más justo y creyó que, finalmente, así sería. Sin embargo, la dura realidad le llevó nuevamente a cuestionarlo todo. Su condición de judía le provocó muchos problemas en un país, Francia, que había sido ocupado por las tropas  de Hitler. Fue apartada de su labor docente debido a las leyes antisemitas y  se vio obligada a marchar al exilio en 1942. Desde Nueva York trató de unirse al movimiento de  la resistencia contra los alemanes: viajó a Londres  e intentó pasar a Francia con la firme voluntad de combatir. Sus deseos, una vez más, no se cumplieron pues sólo consiguió un puesto en la organización  “Francia Libre”, donde se dedicó a redactar informes. En Abril de 1943 se le diagnosticó tuberculosis y, poco tiempo más tarde, el día 24 de Agosto del mismo año, moría en un sanatorio de campaña a la temprana edad de treinta y cuatro años. Atrás había quedado el último gesto de solidaridad para con sus compatriotas franceses que vivían bajo la ocupación nazi: se negó en rotundo a ingerir más alimento del que ellos pudiesen comer.

Esta pequeña nota biográfica sobre Simone Weil inicia una pequeña aproximación a la historia de la presencia y participación de las mujeres en la Guerra Civil Española, participación que es anterior al mismo conflicto, pues está bastante claro que las mujeres se implicaron en el proceso de cambio político que se desarrolló en España durante los años republicanos. Movidas por ideologías opuestas,  su participación nos acerca a un relato historiográfico que, en líneas generales, no ha gozado de la suficiente presencia que sí  han tenido sobre el conflicto armado los aspectos políticos y militares, así como de las complejas relaciones internacionales previas al estallido de la Segunda Guerra Mundial.

El punto de arranque lo constituye la proclamación de la Segunda República Española en Abril de 1931. De este trascendental hecho, y refiriéndome a los cambios habidos en la situación de las mujeres, quisiera destacar la aparición de dos revistas esenciales. La primera es “Mujeres libres”, ligada al mundo anarquista y como un grupo dentro del más amplio Movimiento Libertario español. Su publicación se inició en Abril de 1936 y finalizó en Febrero de 1939. El título de esta revista utilizó el mismo nombre de la organización integrada por mujeres  pertenecientes a la clase obrera, que llegó a tener un total aproximado de veinte mil afiliadas. Los objetivos de ésta eran contribuir a  la  emancipación de lo que se denominaba la “triple esclavitud”: la que provoca la ignorancia, la de ser mujer en función de las expectativas del hombre y la que limitaba sus horizontes en el terreno laboral. Todos los escritos que aparecieron estaban firmados por mujeres y ningún hombre fue invitado a escribir en sus páginas, justo lo contrario de lo que ocurrió en la otra revista, “Y”, aparecida  a instancias de la Sección Femenina de Falange Española. Efectivamente, la gran mayoría de los artículos estaban firmados por hombres que hacían hincapié en los valores femeninos y morales derivados del catolicismo que definían la españolidad. La finalidad de la revista era de tipo cultural, pero también de entretenimiento, defendiendo un modelo de mujer homogénea en una sociedad que aspiraba a instaurar un modelo totalitario, militarizado, en el que la mujer aparecía  como el complemento para la asistencia y alivio de los hombres.

Es importante remarcar que ambas revistas surgieron antes de iniciarse la Guerra y que ambas se posicionaron ante la misma. Por ejemplo, y en el caso de “Mujeres Libres”, perdió peso el mensaje de género y ganó terreno lo referente a la revolución y la lucha. En sus páginas se defendió que, para conseguir la victoria,  la aportación de las mujeres a la guerra debía localizarse en la retaguardia, desempeñando labores de asistencia y de sustitución en los puestos de trabajo que antes ocupaban los hombres. Pero, por otra parte, el carácter heterogéneo y diverso de Mujeres Libres también explica que no fuese una postura única y, así, también se consideró que la agresión organizada que se estaba produciendo, no se podía contener con ternura femenina y razonamientos humanitarios si es que se quería luchar por la defensa de la vida. Por ello algunas mujeres sí que empuñaron las armas y se integraron en las denominadas “Milicias Populares”, a las que me referiré más adelante. Como se verá, esta situación no duró demasiado: las mujeres fueron retiradas de los frentes de combate debido a la presión del gobierno republicano e, incluso, de los círculos revolucionarios. El desafío era demasiado extraordinario en la España de entonces.

Mientras tanto, la postura de las mujeres falangistas guardaba cierta similitud: de ser un reducido grupo pasaron a ser la organización con más poder en la España dominada por Franco. En Julio de 1937 se concedió a la Sección Femenina la misión de construir una masa fuertemente ideologizada que, en 1939, alcanzaría un total de medio millón de integrantes. Movidas por la idea de que la femineidad era absolutamente compatible con el patriotismo se entiende que, en la retaguardia y alejadas de los frentes de combate, las mujeres, siempre en su puesto, ejemplares y sencillas, debían desarrollar labores de tipo asistencial: atención y cuidado a los heridos y enfermos, organización de los comedores infantiles (fundados por Mercedes Sanz Bachiller), trabajo en los lavaderos, cuidado de los niños y, también, misiones de espionaje (que llevaron a cabo en la denominada “Quinta columna”).  Esa era la forma en  que la mujer, que siempre había participado en las guerras, debía hacerlo: cuidar del orden de la casa, orar por el soldado que está en la lucha y, cuando todo se hubiese perdido, combatir como lo hizo Agustina de Aragón o las mujeres del 2 de Mayo de 1808 en Madrid.

Al empezar la Guerra las mujeres de la Sección Femenina  tuvieron que actuar en la clandestinidad en el territorio controlado por la República. A través de una red denominada Auxilio Azul, fundada por María Paz Martínez Unciti,  llegó a tener cerca de seis mil afiliadas que se dedicaron a ayudar a los refugiados y perseguidos, entregándoles documentación falsa, proporcionando alojamiento, ropa y comida. Las reuniones se realizaban en las casas de las afiliadas y el procedimiento para el reclutamiento era el de la amistad. Funcionaban de manera muy eficaz  y la prueba de ello es que  su organización no fue detectada jamás por las autoridades gubernamentales. Pero ello no evitó que algunas fuesen descubiertas, detenidas e interrogadas: María Dolores Moyano, las hermanas María del Carmen y Elia González, María Luisa Terry, Olvido Serrano y Concepción Garrido, entre otras, guardaron silencio en los interrogatorios previos a los juicios que las llevaron a la muerte, manteniendo su fidelidad hacia los ideales falangistas. A la muerte de la fundadora, producida en Vallecas y por disparo en la nuca el día 31 de Octubre de 1936 tras su detención e interrogatorio en la checa de Fomento, su labor fue continuada por su hermana Carmen Unciti.

Pero Madrid no fue el único escenario donde actuaron las mujeres falangistas. En Aragón, por ejemplo, tuvieron también un papel muy destacado las hermanas Jesusa y Juliana Lacambra, que fueron detenidas y fusiladas por llevar a cabo labores de propaganda. Rosa Bríos Gómez, telefonista en Alcañiz, permaneció en su puesto tras entrar las tropas del ejército republicano, que acabó con su vida. María Moreno, mientras llevaba alimentos al frente de combate, falleció de un disparo procedente de un soldado enemigo.

No puede olvidarse la participación, en Navarra, de las denominadas “ Margaritas”. Su origen se sitúa algunos años anteriores a  la Guerra, en 1919. Bajo el nombre y modelo de doña Margarita de Borbón, esposa de Carlos VII, se aglutinaron un conjunto de mujeres que desarrollaron su actividad en domicilios e instituciones benéficas. Pero en Febrero de 1936,cuando la tensión y polarización política no auguraba nada bueno, el Secretariado Nacional de Margaritas envió una circular en la que ordenaba de forma urgente la organización de cursillos clandestinos de enfermería para sus miembros, donde se enseñara lo indispensable para las curas de urgencia, colocación de vendajes o desinfección de heridas. Las “Margaritas” eran llamadas así por su militancia en la Comunión Tradicionalista carlista. Apoyaban  y difundían un modelo femenino de tutelaje de la familia y claramente contrapuesto al desarrollado por las sociedades liberales, republicanas o izquierdistas. Su labor era la confección de uniformes, avituallamiento de las columnas de requetés y trabajo en los hospitales como enfermeras. Según un diario carlista, la mujer no podía ser soldado pues por su  temperamento y vocación no aspira a herir, sino a curar; no podía disparar el fusil como una miliciana, sino  orar y trabajar como una cristiana. Ligada a las “Margaritas” hay que mencionar la organización “Socorro Blanco”, creada a principios de 1933. Dirigida por María Rosa Urraca Pastor, su objetivo era el apoyo y asistencia a partidarios del Tradicionalismo Carlista y, en general, de aquellos católicos que estuvieran necesitados o perseguidos a causa de sus ideas. Colaboraron con la Quinta Columna, recaudando dinero para los emboscados y consiguiendo liberar a presos mediante el soborno  de dirigentes republicanos. Contaban con personas de confianza entre los funcionarios de prisiones y difundían los partes de guerra del bando franquista. También algunas integrantes de  las “Margaritas” de la Comunión Tradicionalista encontraron la muerte defendiendo sus ideas. De todas ellas quiero hacer memoria de  las seis mujeres que tras ser torturadas en diferentes checas de la ciudad de Barcelona, fueron  fusiladas en Montjuic el 11 de Agosto de 1938: Joaquina Sot Delclòs, Sara Jordà, Rosa Fortuny, Carme Vidal, Catalina Viader y María Luisa Gil.

Cuando George Orwell llegó a Barcelona el 26 de Diciembre de 1936 vio algo que le llamó mucho la atención: algunas mujeres, las milicianas, vestían mono azul y empuñaban un arma de fuego. Lo que para los hombres significaba un símbolo de identidad política era, en las mujeres todo un desafío a la apariencia e indumentaria tradicional. No obstante,  pasadas las primeras semanas de guerra,  la mayoría de las mujeres de la clase obrera rechazaron este atuendo y optaron por un modo de vestir más tradicional y respetable, acorde con el modelo femenino. Pocas organizaciones femeninas toleraron la adopción del atuendo revolucionario y la prensa diaria siguió mostrando en sus anuncios publicitarios una imagen de mujer más acorde con la estética europea de los años 30. El gran entusiasmo que provocó la fase inicial de la Guerra se fue transformando  lentamente y, de unos primeros carteles que presentaban a las milicianas como jóvenes atractivas y de silueta estilizada, que recordaban con actitudes varoniles y agresivas a los hombres que tenían que cumplir con su deber e integrarse en las Milicias Populares Antifascistas, se pasó a considerar que su participación en el frente de combate no hacía sino obstruir el desarrollo del conflicto. Parece bastante claro que, una vez más, la imagen de la mujer fue instrumentalizada. Hacia finales de Diciembre de 1936 la consigna defendida por el gobierno republicano y las organizaciones políticas de izquierda era: los hombres al frente y las mujeres a la retaguardia. El consenso político, la definición del Ejército Regular de la República y la opinión de muchas mujeres que pensaban que el papel militar no era el más adecuado para ellas: su naturaleza las llevaba a la búsqueda de la paz y estar en la guerra les parecía algo inadmisible. Habría que añadir que el rechazo a la presencia de las mujeres en los frentes estuvo motivado por insistentes rumores y acusaciones que situaban a las milicianas como prostitutas y responsables de los estragos que provocaban las enfermedades venéreas y, también, de espías colaboradoras de la Quinta Columna. No se habló en estos rumores de los casos de acoso sexual que se produjeron en los grupos de milicianos. Desde los inicios de 1937 los carteles apenas proyectaron la imagen de la miliciana que estaba llamada a jugar un papel decisivo en los combates.

Pero sería una injusticia e inexactitud histórica no hacer memoria de las mujeres que en las primeras semanas de lucha armada  se comprometieron con la misma, rompiendo así las barreras que las mantenían aisladas. Fue un hecho que las mujeres se comprometieron en múltiples actividades de guerra, respondiendo así a la llamada que hicieron los partidos y desempeñando una compleja serie de funciones en tareas de apoyo, o como consejeras políticas, además de estar presentes en el frente de batalla y prestar asistencia a los enfermos y heridos, ayudando en el transporte de material. Quedaron en segundo plano, al menos temporalmente, las virtudes tradicionales de diferencia y recogimiento, dándoles una visibilidad pública colectiva. Finalmente, y como se ha mencionado anteriormente, las mujeres quedaron destinadas a ocupar los puestos de trabajo que habían dejado vacantes los hombres y confeccionando ropa  para los soldados del frente mientras mantenían el cuidado del hogar. Una pregunta recurrente en la investigación histórica  es la razón o razones que llevaron a estas mujeres a ingresar en las milicias. La respuesta que la historiografía ha dado es triple: porque les permitió asumir un papel nuevo, porque pudieron acompañar a sus maridos o novios y porque consideraron que la situación de agresión que estaba viviendo en España exigía una respuesta firme y decidida en consonancia con sus ideas. 

Rosario Sánchez, de la Juventud Socialista Unificada; Conchita Pérez, miembro de la CNT, al igual que Casilda Méndez; Lena Imbert, maestra y miembro del Partido Comunista….todas ellas consideraron que las mujeres podían ser excluidas de la batalla. De los relatos que nos han quedado sobre ellas llama la atención la reacción de los milicianos cuando las veían actuar, pues pensaban, esperaban que su comportamiento fuese diferente pero  terminaron por reconocer su valor y coraje, igual que el de cualquier hombre. Casilda Hernáez y Encarnación Hernández (las dos estuvieron en la Batalla del Ebro, entre julio y Noviembre de 1938) consiguieron puestos de  mando en tropa al igual que Ana Carrillo, Aurora Arnaiz y Enriqueta Otero. No puedo acabar estas notas sobre las milicianas sin referirme a dos, especialmente significativas.

La primera de ellas, Mika Etchebéhère, que fue una militante comunista nacida en Argentina en 1902 y fallecida en París a la edad de noventa años. Vino a España en Febrero de 1936, con el triunfo del Frente Popular y, en Julio de ese mismo año, se unió junto a Hipólito, su marido, a una columna del POUM ( Partido Obrero de Unificación Marxista). En el combate por la toma de la localidad de Atienza (Guadalajara) su marido murió y Mika le sucedió en el mando, alcanzando el grado de capitán. No ocupó mucho tiempo dicho puesto pues fue detenida en Abril de 1937. Interrogada en una checa y acusada de espía trotskista  por el mando republicano que, en ese año, estaba fuertemente controlado y mediatizado por las indicaciones de Stalin, fue salvada de la muerte por su amigo, Cipriano Mera, militante anarcosindicalista y teniente coronel del ejército de la República. Se le impidió regresar a la milicia y permaneció en Madrid hasta pocos días antes del fin de la Guerra. Su testimonio como miliciana ha quedado reflejado en un libro muy revelador: “Mi guerra de España” y, en 2012, apareció la novela que recrea su historia: “La Capitana”, obra de la escritora argentina Elsa Osorio.

La segunda fue Lina (Paulina) Ódena, destacada dirigente de la Juventud Socialista Unificada y Secretaria Nacional del Comité Nacional de Mujeres Antifascistas. Nacida en Barcelona en 1911, en la zona del Eixample, sus padres eran sastres. Al estallar la Guerra se encontraba en Almería, en un Congreso del Partido Comunista y, de regreso de un viaje a Madrid en Septiembre de 1936 para conseguir armas, el chófer se equivocó de camino y acabaron encontrándose con un control de Falange. Ante la perspectiva de ser detenida  y, tras un breve enfrentamiento armado, Lina prefirió suicidarse utilizando la última bala que le quedaba. Su muerte fue presentada como muerte en acción de guerra, convirtiéndola así en arquetipo de la heroína. Su rostro apareció en la portada de la revista Crónica correspondiente al día 4 de Octubre de 1936 pero, lentamente, y aunque un batallón de milicianos llevó su nombre y se le dedicó una plaza en Málaga, su recuerdo se fue diluyendo, como el de tantas otras.

 

 


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