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Entre tantos motivos de júbilo y de esperanza que han tenido especial manifestación en el año que ahora termina, no debemos dejar de destacar la reconfortante presencia de la Iglesia, cada vez más llena de prestigio y respeto, no sólo ante quienes somos sus hijos fieles, sino ante todos los hombres de buena voluntad de la Tierra, procedente de una valoración de la primacía del espíritu y el amor a la paz y a la justicia.
Si todos los hombres han de felicitarse del vigor y clarividencia de una institución que a todos dignifica, de modo muy especial hemos de sentir con auténtica alegría la grandeza del tiempo que estamos viviendo quienes formamos parte de un país católico, en el que el catolicismo es consustancial con nuestra personalidad colectiva y cuyos principios y leyes fundamentales consagran la doctrina católica en la clave de nuestra convivencia civil.
La divina inspiración origen de la eterna lozanía de la Iglesia está brillando con luz resplandeciente en la actividad personal de nuestro Sumo Pontífice, Su Santidad Pablo VI, y en las tareas trascendentales del Concilio Ecuménico.
La amenaza común del materialismo y ateísmo contra la fe de los pueblos, el abandono de las prácticas católicas por tantos bautizados, la persecución que sufre nuestra fe en los países comunistas, el daño que produce la falta de unidad entre los cristianos, la diversidad de situaciones que en cada del mundo se encuentra nuestra Iglesia y tantos otros motivos que a nosotros se nos escapan, han movido a nuestros Pontífices a convocar el II Concilio Vaticano, y frente a los hondos cambios que en el mundo se están produciendo, renovar la táctica a emplear para la expansión de la fe en tiempos tan cambiantes.
La Iglesia está acometiendo una inteligente y oportuna puesta al día para mayor servicio de la eterna y altísima misión que le fue confiada por Cristo, cuyos frutos están ya produciéndose en todos los órdenes y, muy principalmente, en la cada vez más amplia proyección de su universalidad y la cada vez mayor capacidad de su mensaje para llegar fraternalmente a la conciencia de todos los hombres, inclusive de aquellos que aún no militan en su Cuerpo Místico.
Francisco Franco Bahamonde
(30-XII-1964: Mensaje de fin de año.)