La gesta del Alcázar de Toledo, por Fray Justo Pérez de Urbel 

 
 
 
Fray Justo Pérez de Urbel 
 
 
 
   Toledo tiene su colina, mirando al río, y sobre la colina su Alcázar; un Alcázar señalado por la Historia para los grandes destinos imperiales; crisol de razas en las lejanías de la Historia, mansión regia en los días en que España realiza su unidad por vez primera, alcazaba mora cuando esa unidad se rompe, escenario de fiestas cortesanas en los momentos de la expansión peninsular de Castilla, meta de arrogancia y de bravura en los días más gloriosos del Imperio, y teatro de una de las gestas más grandes de los siglos.
 
   Tras de aquellos muros, cargados de espiritualismo y de tradición, se hace fuerte al estallar el Movimiento una pequeña guarnición, dispuesta a morir antes que entregar el sagrado depósito que España le había confiado: una docena de cadetes, doscientos soldados con sus jefes y setecientos guardias civiles. Con ellos hasta quinientas mujeres y cincuenta niños, preocupación más que ayuda para el largo asedio que se preparaba. Todos obedecían las órdenes de un coronel, que parecía un caballero arrancado a un cuadro del Greco: alto, seco, hombre de pocas palabras, mirada firme y bondadosa a la vez, apasionado del orden, fanático de la disciplina. Su nombre: José Moscardó.
 
   El día 18 de julio, cuando empiezan a circular las primeras noticias sobre la actitud de las tropas marroquíes, él charla con sus oficiales en un salón del Alcázar, adornado de trofeos mustios y descoloridos.
 
¿Qué hacemos? -parecen preguntar con su mirada aquellos jóvenes sedientos de heroísmo.
Señores -les dijo él calmadamente, porque este era su modo de hablar-, Toledo se suma desde este instante al Alzamiento Nacional.
¡Viva España! -gritaron todos los que se hallaban en el salón.
 
   Pocas horas después un fuerte tiroteo ensangrentaba por vez primera las calles de la ciudad. Los telefonazos -luchas de palabras- alternan con el estallido de la metralla. Diálogos con el Ministro de la Guerra, orden de entregar a la chusma el Alcázar; palabras hipócritas, disposiciones brutales, negativa rotunda, y como consecuencia, la orden de asalto.
 
   El 21 fue el primer día de aquel asedio legendario. Todos dentro del Alcázar ocupaban sus puestos respectivos, las mujeres y los niños en los sótanos; los guardias civiles defendiendo las distintas fachadas, y entre tanto una patrulla de soldados proclama la ley marcial en las calles cercanas. El ruido de los tambores se mezcla con el zumbido de una escuadrilla enemiga que cruza los aires y con el estampido de las primeras bombas.
 
   Poco después las colinas que rodean la ciudad se animan con rumor de multitudes, que avanzan en todas direcciones; dos mil, cinco mil, seis mil, banderas republicanas, estandartes rojos, carros blindados, tronar de cañones. Y al frente el general Riquelme. Un grupo de muchachos, a las órdenes del comandante Villalba, detiene el avance junto al Hospital de Afuera. Por aquel día las seis mil fieras tuvieron que desistir de entrar en la ciudad; pero de la lucha sacó el coronel una gran lección: la prudencia le aconsejaba concentrar su pequeña fuerza en el interior de la fortaleza. Aquella noche los rojos ocuparon la ciudad; pero allá arriba, sobre la plaza de Zocodover, se veía a la luz de la luna la ingente silueta del Alcázar, desafiando todas las furias desencadenadas en torno.
 
   Era un amplio recinto, asentado sobre una gran explanada, a cuyos pies serpea el Tajo. El arte había venido a juntarse allí con la tradición y la Historia: arquitectura de Covarrubias, armoniosa austeridad de Herrera, delicadezas y gracias del estilo plateresco, grandiosidad de las formas grecorromanas, empaque imperial de los días de Carlos V y Felipe II; sótanos inmensos, proporciones gigantescas, caballerizas interminables, donde el emperador había alimentado miles de caballos, amplias y soberbias construcciones, capaces de resistir todas las furias del tiempo.
 
   Sobre esta mole muchas veces centenaria van a empezar su acción destructora todos los instrumentos bélicos. Baterías en todas las fachadas; cañones del siete y medio, del diez y medio, del quince y medio; veinte cañones cuyos proyectiles rebotan en los sillares fuertes y compactos. Encima los trimotores lanzando bombas de cien y doscientos kilos, y por todas partes la lluvia incesante de plomo, que envían miles de fusiles. Con un entusiasmo rayano en delirio acuden los defensores a cubrir los puntos de mayor peligro; todos con la misma fe, todos con valor idéntico, oficiales, soldados, cadetes, guardias, falangistas y requetés.
 
   Aquel día 23 presenció el Alcázar la escena más sublime de que nos habla la Historia. El caso de Tarifa, modelo de grandeza moral, se va a repetir con detalles escalofriantes. Acompañado de varios oficiales, recorrió el coronel los puntos más atacados. Suena súbitamente el teléfono. Al otro lado, una voz burlona y campanuda:
 
-¿El coronel Moscardó?
-Sí, aquí, ¿qué desea?
-Soy el jefe de las milicias socialistas, ¿entiende? Diez minutos le doy para decidirse. Si dentro de ese plazo no entrega el Alcázar, cónstele que fusilo a su hijo. Le tengo aquí, a mi lado; y para que vea que no le quiero engañar, va a tomar ahora mismo el aparato.
 
   Efectivamente, Luis, uno de los hijos de Moscardó, había caído en manos de aquellas fieras sanguinarias, que le consideraban ya como una presa o como un rescate. Es su voz, su voz inconfundible, la que suena a los oídos del padre…
 
-¿Cómo estás, papá ?
-Bien, hijo mío; y ahí, ¿qué pasa?
-Me dicen que si no entregas el Alcázar van a fusilarme. No tengas pena por mí, yo muero gustoso por Dios y por España.
 
   A esta respuesta admirable sigue una recomendación más admirable todavía:
 
-Sí, Luisito; muere como español y como cristiano, dando dos vivas: uno a Cristo Rey, y otro a España.
 
   Vuelve a oírse la voz campanuda, que dice:
 
-Señor coronel, abreviemos. Le he dado diez minutos de plazo, y han pasado ya cinco. ¿Qué me dice usted?
-Que le regalo los otros cinco.
 
   El auricular cayó sobre la horquilla; los circunstantes se sintieron sobrecogidos, y se lanzaron al cuello de su jefe; y pareció como si una sombra, envuelta en rudo arnés y malla de acero, se presentase en el umbral de la fortaleza y dijese al héroe:
 
-Ya no volverás a ver a tu hijo, pero él y tú habéis subido en este instante a la cima de la inmortalidad.
 
   El despecho empieza a manifestarse en ataques desesperados. La tierra tiembla ante el horrendo estampido de las granadas del quince y medio, saltan en mil pedazos las piedras de las cornisas, se derrumba una de las torres, caen unos sobre otros los tramos de la escalera central, y rueda por el suelo la estatua de bronce de Carlos V, que se alzaba en medio del patio.
 
   “Nos parecía -dice uno de los sitiados- que el mundo se desplomaba sobre nosotros.
 
   Se lucha sin tregua, apenas se duerme, la comida es escasa, y a todos estos males se junta el del aislamiento. No se sabe lo que pasa al otro lado del Tajo, ni más allá de lo que abarca la vista. Sólo llegan las mentiras de los periódicos gubernamentales que les tiran diariamente los aviones: supuestas victorias, injurias odiosas, miserables embustes. Pero los sitiados tienen también su periódico: El Alcázar, verdadera hoja de guerra, voz de aliento y grito de combate, vibrante de fe, lleno de buen humor, rebosante de gracejo y de ardor patriótico. En el Alcázar hay un linotipista, un mecanógrafo, un taquígrafo, varios médicos, algunas hermanas de la Caridad y un aparato de radio, que con pilas robadas a los camiones logra al fin ponerse en comunicación con Madrid, Sevilla y Lisboa. Había también una capilla, y en ella, amable, graciosa, llena de sobrehumana belleza, una talla de la Virgen, copia de la Inmaculada de Murillo, que va a convivir con los héroes, iluminando las tinieblas de aquellos recintos.Jamás se logró sacar tanto partido de tan pocos recursos: el aljibe tiene agua para varios meses; en el arsenal se amontonan los cartuchos y las bombas; se puede contar también con la ayuda de dos cañoncitos y trece ametralladoras; los almacenes guardan una pequeña cantidad de judías, de arroz, de chocolate, de harina, y en las caballerizas hay un inmenso tesoro: noventa y siete caballos y veinticinco mulos. Falta completamente la luz, pero hay ingenio para encontrar un sistema de iluminación, que mitigará las tinieblas de aquellos subterráneos: una lata de conservas, repleta de sebo de caballo, y en ella, una mecha fabricada con un trozo de camisa. El fantasma del hambre se presenta con caracteres de espanto; pero en las cercanías del Alcázar hay verdaderos almacenes, que saquean los sitiados en audaces y temerarias salidas.
 
   La Providencia parecía traer a la mano la solución de todas las dificultades, “En el Alcázar -dirá luego el organizador de la defensa- todo fue un milagro. La fe nos sostenía. Estábamos convencidos de que Dios estaba con nosotros y de que nos salvaría cuando Él quisiera.”
 
   No había ventilación, no había higiene, no había apenas alimentos, y sin embargo, no hubo que registrar la menor enfermedad; no había instrumentos ni cirujanos, y a pesar de eso, no se dio un solo caso de infección.
 
   Los actos de heroísmo se sucedían con una monotonía aterradora: aviones que vuelan, dejando caer su carga mortífera; granizadas de plomo, que duran horas y horas; bombardeos de toda clase, asaltos, derrumbamientos de techumbres, luchas cuerpo a cuerpo, salidas en busca de víveres, heridos, muertos, contusos, y cada día el llanto por algún compañero muerto en la brecha. A veces con el hierro llueve el petróleo y la gasolina, lanzados con mangas de riego para provocar un incendio general. Protegidos por el humo intentan penetrar los asaltantes, pero tienen que retroceder siempre a sus parapetos en completo desorden. En medio de tantos horrores, dentro del Alcázar se vivía con gozo, se luchaba con fe y se moría cantando.
 
   Una noche, a mediados de agosto, empieza a oírse bajo tierra un ruido semejante al que produce la carcoma en la madera. El ruido se repite la noche siguiente. Empieza la curiosidad, sigue la aprensión, y al fin los ánimos se llenan de espanto. Es una mina. Con paso lento, pero seguro, la muerte incapaz de aniquilar a aquellos hombres frente a frente, se ha metido bajo tierra, y prosigue su obra sin descanso. Toda previsión era impotente contra ella.
 
   En la segunda semana de septiembre el ruido cesa. La mina está preparada, y dentro de ella, muchas toneladas de dinamita. Es el momento de parlamentar. ¿Qué valor será capaz de hacer frente a aquella fuerza subterránea, que va a hacer mil pedazos la vieja fortaleza de Recaredo y Amrús, de Alfonso el Sabio y de Carlos V? Callan los fusiles y los cañones, y con los ojos vendados, vacilante, cubierto de mortal palidez, entra el enviado de Madrid. Es un comandante, un antiguo compañero de Moscardó en la Academia de aquel Alcázar. Saca un papel escrito a máquina y se le entrega al coronel.
 
   Lo coge Moscardó sin que se le altere un punto aquella serenidad que daba a su continente un aspecto de sublimidad heroica, y sin acabar de leerlo, pronuncia aquellas palabras inolvidables:
 
Para ocupar el Alcázar hay que venir a tomarlo, pues todos estamos dispuestos a que esto sea un cementerio, pero nunca un muladar.
 
   Poco después aparece otro enviado, y tras él, otro. El clérigo, avezado a llevar la persuasión por todos los púlpitos y todas las tribunas, fracasa lo mismo que el militar; y fracasa también el diplomático, hecho a todos los ardides y sutilezas.
 
   Todo el mundo estaba conforme en que aquellos hombres eran unos locos. Todo el mundo tenía los ojos fijos en ellos, unos para execrarles, otros para ensalzarles; pero el acuerdo era general: eran unos locos; locos miserables o locos sublimes. El Alcázar empezaba a desmoronarse; las tres torres que quedaban amenazaban ruina, el edificio contiguo del Gobierno Militar había sido volado, los muros de la fortaleza parecían cribas, y los milicianos se encontraban a trescientos metros de la fachada septentrional. Además, allí estaban aquellas minas, cuyo efecto, se decía ya en los grandes rotativos mundiales, iba a ser infalible, definitivo.
 
   Síntomas alarmantes anunciaron la hora temida. En la noche del 18 de septiembre los toledanos se alejaban hacia los montes y llanuras cercanas; la carretera de Madrid aparecía iluminada por un río de faros, que se agitaba rumoroso y en desorden, y en torno a los sitiados, columnas y batallones, con una animación insólita, empezaban a ocupar sus puestos. Al empezar el día se desató una música horrible de cañones, fusiles y ametralladoras. Nadie en el Alcázar se movió del puesto que se le había señalado. Poco después de salir el sol, oyóse un estampido imposible de describir: el suelo tembló como en un terremoto, el tejado del Alcázar saltó en pedazos a gran altura, los muros se derrumbaron como un castillo de arena, y la ciudad de Toledo desapareció entre una nube negra, espesa, zigzagueante, que llegaba hasta el cielo. Entre la humareda, al empuje por la trilita, volaban fragmentos de muros, artesones, piedras, camiones, ventanas.
 
   Los defensores del Alcázar cayeron en tierra lanzados a varios metros de distancia; pero pocos segundos después todos estaban en sus puestos. Y empieza la lucha: olas de milicianos se cuelan entre las nubes de humo y de polvo, aullando como lobos, blandiendo rifles, lanzando bombas de mano. Trepan, saltan, gatean, en un asalto total, compacto, arrollador. En lo alto de un muro llega a flamear una bandera roja. Los hombres de Moscardó lanzan sobre el trapo miradas de odio, acuden pistola en mano, cruzan por entre la metralla, y trepan hasta la altura. Es un centenar de combatientes pálidos, huesudos, flacos, de hirsutas barbas sobre rostros famélicos. Y sin embargo, el trapo desaparece entre un montón de cadáveres. La misma lucha en todos los rincones, lucha encarnizada, que se prolonga durante horas, que parecían eternas, entre el crepitar infernal, enloquecedor, de las ametralladoras.
 
   Durante la tarde siguen los estampidos y el cañoneo, pero los rojos han sido arrojados de entre los escombros del Alcázar. El asalto se repite el día siguiente: vendavales de metralla, torrentes de gasolina, nubes de polvo y humo, turbas innumerables, que empujan con la furia de la desesperación y que son rechazadas con el coraje de la esperanza.Los sitiados no desmayan un solo instante: han perdido centenares de compañeros, otros tantos yacen en la enfermería, muchos de ellos están heridos, sus cuerpos desfallecen por el trabajo y el hambre, el Alcázar ya no les ofrece más que el refugio de sus sótanos, en las cuadras sólo les quedan seis mulos y un caballo; y no obstante, su espíritu conserva la integridad de su fe. Un poco más y el triunfo es suyo.
 
   Su pequeña radio no les dice cosas muy seguras, pero saben que los soldados de Franco avanzan hacia ellos con ritmo inexorable. Sobre ellos empiezan a volar los aviones nacionales; caen paquetes de cartas y cintas con los colores rojo y amarillo; llega la noticia del socorro cercano, de la admiración de España, de la victoria que se acerca. Y al fin, el día 25, estruendo de cañonazos. Parece un cuento de hadas, después de aquellos dos meses infernales; pero es una realidad.
 
   Un muchacho se encarama a la altura, alarga el oído hacia los ecos de la lucha, y grita como loco:
 
-¡Se oyen! ¡Se oyen! ¡Ya se oyen!
-¡Ya están ahí! -le contestan otras muchas voces- ¡El Alcázar por la Virgen Inmaculada!
 
   Ya están allí, ya atraviesan la llanura de Maqueda y de Bargas. Hay que sostener un asalto todavía, un asalto que parece como la síntesis de todo el horror vivido tras de aquellos muros, tanques de gasolina, nubes de gases, relumbrar de pistolas y bayonetas, explosiones horribles de dinamita y enjambres de asaltantes, que rugen y aúllan rabiosamente. Pero allá abajo, junto al río, se siente ya el paso de los vencedores.
 
   Ya ocupan la plaza de Toros, ya penetran en el cementerio, y dueños de las lomas cercanas, se deciden a dar el asalto a la ciudad. Choques, gritos, lamentos, confusión y pánico. Los legionarios avanzan por las calles. Entre la oscuridad de aquella noche del 27 de septiembre surgen unas sombras ante los umbrales del Alcázar:
 
¿Quién vive?-grita el centinela.
¡Somos hermanos vuestros! ¡Viva España! -gritan los de fuera.
 
   Al día siguiente, el general vencedor. En la explanada testigo de tantos heroísmos, le espera, formada, la guarnición: cuerpos esqueléticos, barbas sucias y revueltas, cabelleras desgreñadas, ojos febriles y hundidos, caras negras por la pólvora y blancas por el hambre. No todos pueden hacer el saludo marcial, porque son muchos los que llevan las manos vendadas Un hombre alto, descolorido, de barba lacia, caballero del Greco, sus ojos luz y tristeza, se adelanta, lleva la mano a la frente, y dice:
 
Mi general, sin novedad en el Alcázar.
 
   Poco después, una voz que quedará grabada para siempre en el corazón de aquellos héroes: la voz del hombre en quien, después de Dios, habían ellos confiado durante los días eternos de aquella tragedia sin igual. Ahora, él está allí, serio, noble, erguido junto a la estatua del emperador, que él tiene la misión de levantar. Observa, pregunta, abraza a los vencedores, se acerca al coronel, cuelga de su pecho la Gran Cruz Laureada de San Fernando, promete la misma recompensa colectiva a todos los defensores, y pronuncia estas palabras memorables:
 
¡Yo os saludo, héroes de la España inmortal!
 
 
 
 

(Extraído de “1936-1939. Laureados de España”.
Ediciones Fermina Bonilla)