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En estos días llenos de significado cristiano, frente a la crisis de espiritualidad que el mundo sufre y la ola de materialismo que invade el Universo, es para nosotros una grata satisfacción moral la de reafirmarnos en el carácter católico de nuestro Estado. Esto es difícil de comprender en el exterior, ya que rara será la nación que pueda establecer con nosotros una analogía. No significa ello confusión alguna. Somos conscientes de que tanto la Iglesia como el Estado son dos sociedades perfectas, cada una en su orden, con sus propios fines, una en lo espiritual y otra en lo temporal y, por tanto, independientes y poseedoras de sus respectivas soberanías. Pero ambas ejercen su acción sobre un ambiente humano común y ello implica necesariamente unas relaciones habituales entre ambos poderes y, como enseñaba el Pontífice León XIII en su encíclica Inmortale Dei: «Es necesario que Dios, origen de uno y otro, haya establecido un orden recto de composiciones entre las actividades de uno y otro poder»: Este orden tiene fructificar cuando ambas potestades ponen la voluntad precisa para ello, a concorde y amistosa colaboración sostenida de buen grado por la y el Estado.
Ojalá esta colaboración y concordia fueran posibles en todas partes y que nuestra madre la Iglesia no encontrase, como desgraciadamente sucede, ambientes de indiferencia, de hostilidad y aun de persecución. Son muchas las situaciones políticas que mantienen el principio de hegemonía absoluta del Estado y niegan a la Iglesia su perfección jurídica, reduciéndola a una corporación o asociación más, con un precario campo de posibilidades para el ejercicio de su sagrada misión, pero cuando existe la voluntad decidida en una nación de gobernantes y gobernados, de pastores fieles que viven en el seno de una comunidad creyente y temerosa de Dios, esta voluntad está llamada florecer en la mejor y más eficaz armonía espiritual.
La Iglesia, a través de la Historia, ha utilizado esta vía de entendimiento, armonía y complementación, considerando moralmente conveniente la concordancia con soberanías temporales de forma constante a través de los siglos. Tal sucede con nuestro vigente concordato, firmado el 27 de septiembre de 1953, que es un acuerdo de amistad cuyo móvil determinante fue la buena voluntad y recta intención de establecer normas claras y precisas, delimitando las competencias para consolidar sobre bases firmes y duraderas la armonía ya existente entre la España contemporánea y la Iglesia Católica, Apostólica, Romana y su Santa Sede.
No vino este concordato a cerrar un estado de tensión o malas relaciones, sino a consagrar el hecho existente de una firme amistad y entendimiento alcanzados con un esfuerzo colectivo de nuestro pueblo, después de haber sido capaz de vencer las asechanzas del marxismo y del materialismo, no sin grandes sacrificios y sublimes martirios.
Nuestra unidad católica, la más preciosa joya moral de nuestro pueblo es, por tanto, una realidad públicamente proclamada, y así tenía que ser, pues el Estado, en un país católico, tiene el deber de mantener y profesar públicamente la religión de sus ciudadanos. Ello no significa que la Iglesia esté en nada limitada en su sagrada libertad. Nuestro Estado se comporta como un Estado cristiano y católico en todas las clases de sus actividades y, naturalmente, en la de sus relaciones con la Iglesia, y no solamente la ayuda materialmente a resolver, en las materias mixtas, como el matrimonio y la enseñanza, de acuerdo con la doctrina de la Iglesia, sino que, además, lleva este espíritu a su organización jurídica y política.
Agradecemos al Altísimo que en nuestra Patria, un año más, hayamos vivido unidos a la Iglesia, disfrutando la gracia del cielo, de la armonía entre lo espiritual y lo temporal, el don de la concordia.
En este orden espiritual, un acontecimiento doloroso tuvo lugar en el año que termina: la muerte de Su Santidad el Papa Juan XXIII, que llenó a España de dolor y desconsuelo. Perdía la Iglesia un Pastor, y los hombres todos, un corazón generoso, que supo con inteligencia y bondad ganarse el respeto, admiración y cariño del mundo cristiano.
Un nuevo pastor nos guía hoy y una gran esperanza se despierta en todos nosotros cuando contemplamos el camino que señala el sucesor de Pedro y la visita de Su Santidad a las tierras que un día regó la sangre del Señor por nuestra salvación.
Quiera Dios, que la luz que debe emanar de la Silla de Pedro sea rectamente comprendida por los hombres, y que al aplicar las enseñanzas de la Santa Iglesia, acertemos en el certero juicio que debe prevalecer en una sociedad cristiana.
Francisco Franco Bahamonde
(30-XII-1963: Mensaje de fin de año.)