Una modesta versión de la Leyenda Negra, por Julián Marías

 

Julián Marías

ABC, 23-3-1985

 

Después del desastre sin atenuantes de la guerra civil, los españoles hemos tenido, hasta 1975, una etapa políticamente insatisfactoria, en varios grados, desde lo absolutamente intolerable hasta lo enojoso, inconveniente y obturador del horizonte adecuado a un país occidental de nuestro tiempo. Pero durante los cuatro decenios que comenzaron en 1936 millones de españoles han seguido viviendo, naciendo, muriendo; y mientras han vivido han hecho innumerables cosas. No hay «mal llamados años»; todos los años son reales, son los de nuestra vida; y esa vida puede ser interesante, hasta en circunstancias penosas.

Ahora hay algunas gentes que se dedican a contamos cómo fueron esos años. Aunque muchas de ellas se encontraban bastante satisfechas entonces, y en ciertos casos mostraban entusiasmo por los aspectos más lamentables, ponen cara compungida al referirse al pasado, del que por supuesto abominan. La pintura que se está sirviendo a los españoles de una porción sustancial de su historia es risible, por su exageración y no menos por sus omisiones. Es una extraña mezcla de recuerdos ampliados de menudencias y olvidos de lo que tuvo importancia. Cuando son jóvenes los que explican el pretérito pueden tener la disculpa de la ignorancia, pero eso no los exime de la obligación de informarse antes de hablar o escribir.

La tendencia general es pintar una época ridícula. Parece que los españoles hemos vivido cuarenta años como imbéciles, ignorantes de todo, sujetos a innumerables cadenas, sin leer, ni conversar, ni por supuesto, amar. Da la impresión de que España estaba poblada hasta hace un decenio por niños deficientes —porque los niños normales son otra cosa. Pero el campo predilecto es lo que se llama —con cierto empacho y beatería— la «cultura». Hace ya varios años escribí un artículo titulado «La vegetación del páramo» (el curioso lector, si hay lectores curiosos, puede encontrarlo en La devolución de España); el páramo es, claro, el famoso «páramo cultural» en que hemos vivido. En ese artículo daba una impresionante lista de obras publicadas en España entre 1941 y 1955, cuyos caracteres principales eran la calidad y la libertad; entre ellas, las de algunos de los que dicen que estábamos en el desierto, o al menos asienten cuando otros lo dicen.

Hace poco en la televisión un importante y famoso político, que además es ocasionalmente escritor, dijo que en 1949 «había La familia de Pascual Duarte, Nada y acaso —i,por qué “acaso”?, me pregunté— Mariona Rebuil». ¡Dios mío, en 1949! Estaban escribiendo desde don Ramón Menéndez Pidal, Gómez Moreno, Ortega, Marañón, Fernando Vela, García Gómez, Camón, María Luisa Caturla, Lafuente Ferrari, García Morente, Fernando Chueca, Zubiri, Dámaso Alonso, Díez del Corral, Maravali, Arboleya, Díaz-Plaja, Tovar, Laín Entralgo, Lape Sa, Blecua y tantos otros, hasta literatos como Azorín y Baroja, Gerardo Diego, el mismo Dámaso Alonso de Hijos de la ira, Rosales, Aleixandre, Celaya, Zunzunegui, Ridruejo; y, si se habla de teatro, Mihura, Tono, López Rubio, Pemán, Calvo Sotelo, Foxá… Personalmente tengo que disculparme de haber aportado nueve libros al «páramo» hasta 1949 (en cambio, me faltaban dos años para poder empezar a escribir artículos de periódico).

¿A qué conduce tamaña desfiguración de la realidad? ¿A quién aprovecha? ¿Se explicaría que España se hubiese encontrado a sí misma políticamente, hubiese tomado en sus manos su destino, si hubiese estado sumida en el estado de estupidez general en que se la pinta? ¿O es que se trata de que, ya que se había recobrado, se pierda de nuevo? Al proyectar esa imaginaria estupidez sobre el presente, en especial sobre los jóvenes, se la fomenta, se procura imponer una muy re-Hemeroteca al, que obturaría nuestras posibilidades en adelante.

Creo que el origen de esa deformación procede de aquellas personas que en esos cuarenta años no hicieron nada interesante y que merezca recordarse, nada que esté vivo; acaso les sirve de consuelo pensar que las cosas eran simplemente así; es decir, como ellos. Pero no eran. Ha habido muchos españoles que, con gran dedicación y esfuerzo, movidos por una vocación auténtica, a veces heroica, en circunstancias difíciles, crearon obras que están ahí, de las que nos hemos nutrido y seguimos nutriéndonos, que han hecho posibles innumerables cosas que no lo eran antes —y que se intenta que dejen de serlo.

Pero no se trata sólo de cultura, de libros (y habría que agregar: de cuadros, de esculturas, de música, de edificios, de investigaciones científicas, históricas). Lo que más importa es la vida misma. ¿Es que en esos años no hemos vivido, o hemos vivido menos? ¿Es que se cree que todo ello depende de que los gobernantes nos gusten o no, o incluso —y ello es más grave— de que podamos elegirlos?

La gana de vivir de los españoles, al acabar la guerra, y a pesar de las dificultades para la gran mayoría, era enorme, y creo que admirable. España puso en juego, lo mismo durante la guerra que después de ella, su ilimitada capacidad de aguante, de resistencia a la adversidad, de solidez, de alegría vital; y, tan pronto como fue físicamente posible, de creación. España ha sido muchas cosas, buenas y malas; lo que nunca ha sido es un país ridículo, que es como nos lo están pintando. La vida española ha sido en ocasiones apacible, otras veces bronca, con frecuencia dramática, de cuando en cuando demencial; nunca insulsa, anodina, apocada.

Se pueden leer cientos de libros españoles publicados en el último medio siglo, en los cuales no se encuentra huella de servilismo ni amedrentamiento, ni inhibición, ni, por supuesto, de ignorancia de lo que había que saber. (En otros libros del mismo tiempo se hallan tales tosas, pero esos no cuentan y ya se han olvidado.)

Lo que me preocupa es el efecto desmoralizador que esas actitudes pueden ejercer sobre los jóvenes —es decir, para estos efectos, los menores de cincuenta años—. Unos, porque acaso se desanimen, desconfíen de las capacidades creadoras de su pueblo y, sobre todo, se sientan justificados para saltarse medio siglo de realidad española, ya que les han asegurado que era nula. Y no hay que favorecer la natural inclinación a la pereza.

Otros, y acaso esto signifique un peligro más inmediato, porque pueden confiarse demasiado; creer que España es un país desdeñable, porque los españoles se dejan hacer, y se los puede manipular como guste, sin contar con ellos, que esa sociedad inerte, blanda, apática, pasiva, anulada, puede volver en beneficio propio.

En el fondo es un intento más, de proporciones modestas, por lo pronto para uso interno, de «leyenda negra». Se está intentando que los españoles se sientan disminuidos, limitados, sin pasado en que apoyarse, desnudos de ideas y formas creadoras, materia prima con la cual nada interesante se ha hecho y que espera que venga alguien a hacer con ella lo que se le antoje, y lo que es peor, probablemente algo que tampoco valga la pena. Por fortuna, no puedo estar más lejos de esa interpretación, ni en lo que se refiere al pasado remoto o próximo ni, menos todavía, en lo que concierne al porvenir.


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